Orar es un mandato, ni un consejo o ni mera sugerencia
¿Qué es la oración y por qué orar?
Quizá no nos hayamos dado suficiente cuenta del gran privilegio que es el poder hablar con Dios en la oración. Es duro imaginar cómo hubiera sido nuestra vida si Dios hubiera optado por arroparse en el manto de su majestad, dejando que los hombres nos las arregláramos como pudiéramos. Si no hubiera comunicación posible entre Dios y nosotros, seríamos como barcos sin timón ni radio, a la deriva en medio del océano, sin dirección, ni guía, ni esperanza.
La oración se define como «la elevación de la mente y el corazón a Dios». Lo hacemos cuando centramos en Él nuestra atención, igual que cuando nos dirigimos a alguien a quien tenemos un importante mensaje que comunicar y tenemos gran empeño en conseguido; del mismo modo que centramos nuestra atención en quien tiene algo importante que decimos, y que no nos queremos perder. Elevamos nuestro corazón a Dios cuando dejamos arrebatar nuestra voluntad por un acto de amor; igual que el marido que, por encima del periódico desplegado, contempla a su mujer y a su hijo pequeño, y es movido por un acto de amor hacia ellos, quizá ni siquiera expresado con palabras.
La necesidad de orar (y sin oración no hay salvación) está enraizada en la misma naturaleza del hombre, como criatura de Dios y beneficiario de sus mercedes. Dios nos ha hecho, cuerpo y alma. Somos suyos al cien por cien. Todo lo bueno que tenemos, nos viene de Dios; dependemos de Él hasta para el aire que respiramos.
Por esta relación nuestra con Dios, le debemos la obligación de orar. La oración es un acto de justicia, no un voluntario acto de piedad; es un deber que teneij1os que cumplir, no un gesto amable que, graciosamente, nos dignamos hacer.
En primer lugar, debemos reconocer la infinita majestad de Dios, su supremo dominio como Amo y Señor, de toda la creación: éste es el primero y principal de los fines de la oración. Ofrecer a Dios una oración digna de Él era la primera de las intenciones de Jesús al entregarse en la cruz, y también la primera intención en la oración que Él compuso y nos dio: «Santificado sea tu nombre». También debe ser ésta la primera de nuestras intenciones al orar.
Debemos reconocer además la infinita bondad de Dios, y agradecerle los innumerables favores y beneficios que nos ha concedido. Por cada gracia que vemos en nuestra vida recibida de la mano de Dios, hay diez mil más que no conoceremos hasta la eternidad, cuando se despliegue ante nuestra vista el plan completo de Dios hacia nosotros. Somos como niños pequeños que se dan cuenta del amor de su madre cuando les sacia el hambre y cura las heridas; y reconocen el amor del padre cuando les da regalos y juega con ellos; pero son totalmente ajenos a las precauciones y cuidados, a las previsiones y planes, a las preocupaciones y sacrificios que se han volcado en estos pequeños y despreocupados seres. Así, debemos a Dios más gratitud por los dones desconocidos que por aquellos que conocemos. Y éste es el segundo fin de la oración: agradecer a Dios sus beneficios.
Como pertenecemos a Dios hasta la última fracción del último milímetro de nuestro ser, le debemos absoluta lealtad. Somos obra de sus manos, mucho más que un reloj es obra del relojero que lo construyó. No hay nada que Él no tenga derecho a pedimos. Si optamos por desobedecerle, la malicia de nuestro acto es muy superior a la del hijo desnaturalizado que alza su mano para herir a la madre más amante y sacrificada. Si los ángeles tuvieran cuerpo, temblarían ante el abismo de ingratitud que un pecado comporta. De ahí nace el tercero de los fines de la oración: pedir perdón por nuestras rebeliones y reparar (aquí mejor que en el más allá) la pena que hayamos merecido.
En último lugar -y muy en último lugar-, el fin de la oración es pedir las gracias y favores que necesitemos, para nosotros o para otros. Si ignoramos los fines de la oración y la vemos simplemente como un medio para torcer el brazo a Dios, y conseguir que nos dé lo que queremos, nuestra oración a duras penas será oración. No tiene por qué sorprendemos si vuelve a la tierra como el cohete que falla en su lanzamiento y cae sin haber alcanzado su objetivo. Ciertamente es mejor hacer oración de petición que no orar en absoluto. Hay en ella un mínimo de adoración porque, al pedidas, reconocemos que las mercedes vienen de Dios. Sin embargo, si todas nuestras oraciones fueran del tipo «concédeme, Señor», estaríamos fallando lamentablemente en, dar a Dios lo que le es debido.
Cuando elevamos nuestras oraciones a Dios suplicando le que atienda nuestras necesidades, es evidente que no le contamos nada que Él no supiera ya. Dios conoce lo que nos hace falta mucho mejor que nosotros mismos: conoce nuestras necesidades desde toda la eternidad. Una oración de petición para nosotros, centra nuestra atención en nuestra indigencia y mantiene viva nuestra conciencia de la bondad de Dios; en la oración de petición para otros se nos da la oportunidad de hacer actos de caridad sin fin. Éstos son los motivos por los que Dios quiere que hagamos oración de petición, y no para que con ella tratemos de refrescarle la memoria: Él sabe muy bien lo que necesitamos, pero quiere que nosotros nos demos también cuenta y que nos importe lo bastante como para pedírselo.
Adoración, agradecimiento, reparación, petición: he ahí los cuatro fines de la oración.
Hay que tener en cuenta que cuando rezamos a la Santísima Virgen o a los santos, estamos adorando a Dios. Le honramos al honrar a su Madre y a sus amigos más queridos. Le alabamos al reverenciar estas obras maestras de la gracia divina. Le complacemos cuando pedimos la ayuda de estos compañeros del Cuerpo Místico de Cristo, ahora triunfantes en el cielo. Es voluntad de Dios que reconozcamos nuestra unidad en Cristo, Cabeza nuestra, la interdependencia de unos con otros en la tierra, y nuestra dependencia de la Madre y hermanos del cielo.
No somos ángeles. Somos criaturas compuestas de un alma espiritual y de un cuerpo físico. Es el hombre completo -alma y cuerpo- el que debe adorar a Dios. Como era, pues, de esperar, la forma más elemental de oración es la que llamamos oración vocal, en la que nuestra mente, corazón y órganos vocales se unen para ofrecer a Dios la alabanza, la gratitud, el dolor y la petición que les son debidas.
La oración vocal no debe ser una oración audible necesariamente. Podemos, y así lo hacemos frecuentemente, orar en silencio, moviendo sólo «los labios de la mente». Pero, si para rezar usamos palabras, aunque las digamos silenciosamente, esa oración es oración vocal. A veces los gestos asumen el lugar de las palabras en la oración. Una genuflexión reverente a Jesús en el Santísimo Sacramento, por ejemplo, o santiguarse sin pronunciar ninguna palabra, o una inclinación respetuosa al oír el nombre de Dios: estos gestos corporales son oración de obra, y entran en la clasificación de oración vocal, aunque no se emita palabra alguna.
La oración vocal debe ser audible necesariamente cuando es un grupo el que reza. Dios no hizo a los hombres individuos solitarios, hechos para vivir aparte unos de otros. Nos hizo entes sociales, miembros de grupos, dependientes unos de otros, primero del grupo de la familia y, luego, del grupo más grande que componen muchas familias: la comunidad.
La oración de grupo o en común es especialmente grata a Dios. Desde el mismo origen del hombre, la oración en común ha expresado nuestra unidad en Dios, el lazo de la caridad fraterna que debiera unir a todos los hombres de buena voluntad. Para los católicos tiene la significación añadida de nuestra unidad en el Cuerpo Místico de Cristo. Es esta unidad la que da a la oración en grupo mucha más fuerza que la mera suma de las oraciones de los individuos que lo componen. La oración en común es en este sentido la oración de Cristo de un modo especial «porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos». Esto hace que las oraciones de la familia que reza unida o del grupo que reza junto sean tan eficaces y tan gratas a Dios.
Muchas oraciones, como el Santo Rosario o novenas recitadas en común, son las oraciones de un grupo no oficial y, por ello, se les llama oraciones privadas. Pero, cuando el cuerpo Místico de Cristo, su Iglesia, ora oficialmente en su nombre, es la llamada oración litúrgica o pública. La Santa Misa es oración litúrgica. El Oficio Divino, que todo sacerdote está obligado a recitar diariamente, es oración litúrgica. Los sacramentos, consagraciones y bendiciones oficiales impartidas por la Iglesia, todos, son oración litúrgica. La oración litúrgica es siempre oración pública, incluso aunque sólo una persona parezca estar haciéndola, como, por ejemplo, cuando un sacerdote está rezando el Oficio Divino, porque en la oración litúrgica es toda la Iglesia la que ora. Es Cristo en su Cuerpo Místico (lo que nos incluye a ti y a mi) quien ora, aunque lo haga a través de un individuo solo, designado como su representante.
Además de la oración vocal, hay una forma de oración más elevada que llamamos oración mental. La forma de oración mental más común es la llamada meditación. En la oración mental, como su nombre indica, la mente y el corazón hacen todo el trabajo, sin que intervengan los órganos de la palabra ni las palabras. No es lo mismo que oración silenciosa, en la que las palabras tienen aún su función. Podríamos decir que la esencia de la oración mental está en que dejamos que Dios nos hable, en lugar de estar hablándole todo el tiempo, como en la oración vocal.
En la forma de oración mental denominada meditación, lo que hacemos, sencillamente, es meditar (es decir, pensamos, «rumiamos») hablando con Dios una verdad de fe o un incidente en la vida del Señor o de sus santos. Y hacemos esto no para aumentar nuestros conocimientos, lo que sería estudio, sino para aumentar nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor, tratando de aplicamos de un modo práctico la verdad o el incidente que consideramos. El Evangelio es la ayuda ideal para nuestra meditación, aunque casi todos los buenos libros de espiritualidad pueden proporcionamos un buen trampolín para alcanzarla. Todos practicamos la oración mental en algún grado, como cuando meditamos los misterios del Santo Rosario o los sufrimientos del Señor al hacer el Vía Crucis. Pero, para crecer realmente en santidad y obtener luces divinas en todas nuestras necesidades, tendríamos que dedicar todos los días un tiempo fijo a la oración mental; quizá quince o treinta minutos en el recogimiento de nuestra habituación o ante Jesús en el sagrario.
Además de la meditación, hay una forma más elevada de oración mental: la oración de contemplación. En ella nuestra mente cesa en su actividad y, sencillamente, «ve» a Dios en su infinita amabilidad, abandonando en sus manos cualquier acción que deba obrarse en el alma. Si tú piensas que este tipo de oración está fuera de tu alcance, basta con que recuerdes esa vez que te arrodillaste en una iglesia, sin hacer otra cosa que mirar al sagrario, con la mente en quietud. Sin palabras ni esfuerzos para ordenar tus pensamientos, sentiste una gran sensación de paz, de alegría y una nueva fortaleza: estuviste haciendo oración contemplativa.
La verdad es que la mayoría de nosotros hablamos demasiado a Dios; no le damos suficientes oportunidades para que Él nos hable a nosotros.
La oración que llega a Dios
No creo que muchos de nosotros tengamos el privilegio de conseguir una entrevista personal con un jefe de estado o de una audiencia privada con el Papa. Pero no resulta difícil imaginar lo atentos que estaríamos si esa ocasión se diera; pendientes a lo que íbamos a decir, atentos a cada palabra que ese distinguido personaje nos dijera. Luego, cuando nos dispongamos a hablar con el Augusto Personaje que es Dios, no hay ni que mencionar que la primera de las condiciones para hacerla es el recogimiento, la atención, si queremos que nuestra oración sea algo más que una ficción. .
No hay magia especial alguna en las palabras, por mucho que las alarguemos o las multipliquemos. Al enseñamos su propia oración, el Padrenuestro, Jesús nos dijo: «y orando, no seáis habladores como los gentiles, que piensan ser escuchados por su mucho hablar. No os asemejéis, pues, a ellos, porque vuestro Padre conoce las cosas de que tenéis necesidad antes que se las pidáis». Nuestro Señor no desaconseja la cantidad en la oración; lo que condena es la cantidad a expensas de la calidad. Una decena del Santo Rosario rezada con devoción vale más que el Rosario completo rezado a velocidad de ametralladora, sin pararse a pensar en lo que se está diciendo. Es posible contraer una neurosis compulsiva en materia de oración, de pensar que ciertas plegarias o un determinado número de ellas tienen necesariamente que llegar a Dios, aunque el tiempo disponible para su rezo no nos permita hacerla con atención y devoción.
Así tenemos que empezar nuestra oración, recogiéndonos en Dios, formulando el propósito en nuestra mente de rezar bien, de mantener nuestra atención si no en lo que decimos, al menos en Aquel a quien se lo decimos. Es importante comenzar con esa intención porque, a no ser que nos encontremos de un humor espiritual muy singular, nuestra mente andará vagando antes de que hayamos llegado muy lejos en nuestra oración. Orar es trabajo duro. La mente humana no acepta con facilidad una concentración intensa. La dificultad de mantener una atención constante se multiplica si nuestra mente está turbada por preocupaciones o ansiedades, debilitada por la enfermedad o falta de descanso. Y, por supuesto, podemos estar seguros en que el diablo hará sus máximos esfuerzos por desviar nuestra atención hacia otras cosas en cuanto intentemos orar.
Pero nada de esto debe importamos si hemos comenzado con el sincero propósito de mantener nuestro recogimiento y atención, y alargamos el brazo para asir a la mente cada vez que la pillamos vagabundeando. Es solamente cuando nuestras distracciones son voluntarias, cuando nacen del interés o despego hacia lo que hacemos, que nuestra oración deja de serio. Dios sólo nos pide que hagamos lo que podamos; conoce nuestras dificultades y no nos tendrá en cuenta lo que no es culpa nuestra.
Más aún. Cuanto más seamos importunados por las distracciones involuntarias, tanto más nuestra oración será grata a Dios por el mayor esfuerzo que ha requerido. Una acción costosa hecha por Dios es siempre más meritoria que la misma acción hecha con facilidad. Ésta es, diremos de paso, la respuesta a las personas que se excusan de no hacer oración con el pretexto de que no, sienten nada, de que no tienen ganas. Cuanto menos ganas se tengan, más grata a Dios será la oración que le ofrezcamos con esa dificultad. Nuestra oración no debe. depender del estado de nuestro ánimo. Es un deber que tenemos hacia Dios, no un entretenimiento al que nos damos para pasarlo bien.
Además del recogimiento necesario para orar con atención, debemos llevar a nuestra oración un espíritu de humildad, la conciencia de nuestra total dependencia de Dios, de nuestro absoluto desamparo sin Él. Oración y orgullo son términos que se excluyen mutuamente: no pueden coexistir. La oración se hace muy difícil para el soberbio, que se cree auto suficiente y no quiere deber la ayuda a nadie. Inclinar la cabeza y doblar la rodilla para reconocer la propia nada ante Dios es un gesto muy doloroso para una persona así. Este hecho nos da la explicación de por qué la soberbia lleva tantas veces a la pérdida de la fe.
Un tercer requisito de nuestra oración es que, cuando pedimos, debemos tener un profundo y sincero deseo de conseguir las gracias que pedimos. Es de temer que, algunas veces, solicitamos estas gracias llevados por un sentido del deber, pero sin quererlas realmente. En estos casos, nuestra oración pretende amordazamos la conciencia, no es oración mental en absoluto. Así, un borrachín puede estar pidiendo la gracia de la templanza, pero sin querer de corazón dejar de emborracharse. El joven impuro puede rezar pidiendo la castidad, pero sin querer realmente dejar su vicio o, lo que viene a ser lo mismo, sin poner los medios para evitar las ocasiones de pecado. No tenemos derecho a pedir a Dios sus gracias si no estamos decididos a hacer lo que esté en nuestra mano para, al menos, quitar los obstáculos que puedan estorbar la acción de la gracia.
Como ejemplo final, citaremos la persona que pide se le aumente la caridad sin querer de verdad abandonar el placer de la murmuración maliciosa, sin querer de verdad hacer las paces «con esa persona imposible» de la oficina o el taller, sin querer ver en el prójimo menos educado o de distinta clase social a un hermano igual que nosotros ante Dios.
Junto con la soberbia (de la que es aliada) la falta de caridad es un obstáculo tremendo para el fruto de nuestra oración. No podemos esperar que Dios acoja nuestra plegaria si miramos con desdén o rencor a alguna alma que Dios ha creado, y por la que Cristo murió en la cruz. Una oración lastrada por faltas habituales de caridad tiene poca oportunidad de llegar hasta Dios.
En la clase de Catecismo, un sacerdote preguntó una vez a un chiquillo: «¿Contesta Dios siempre a nuestras oraciones?». El niño respondió: «Sí, padre». El sacerdote insistió: «Entonces, ¿por qué no conseguimos siempre lo que pedimos?». Después de un momento de perplejidad, el niño respondió: «Dios contesta siempre a nuestras oraciones, lo que pasa es que unas veces contesta sí y otras veces contesta no».
El joven teólogo merecía un sobresaliente por su esfuerzo, aunque su respuesta no fuera completa. Dios nunca contesta a una oración -es decir, a una oración verdadera- con un simple no. A veces, Dios contesta: «No, no te daré eso que tú me pides, porque en vez de ayudarte en tu camino al cielo, te sería un obstáculo. En su lugar te daré una cosa mucho mejor». La ordinaria sabiduría de los hombres sigue también esa línea. Cuando Tomasito, que tiene tres años, se encapricha de pronto con el cuchillo brillante que tiene mamá en la mano, ésta no se lo dará por mucho que él lo pida. Pero, si es una madre prudente, le dará en su lugar una cuchara para que juegue. Tomasito quizá se sienta enfadado en aquel momento, pero, si pudiera entender las razones, bendeciría a su madre.
A veces, nosotros los hombres, pedimos cosas que nos parece que serían buenas para nosotros: un trabajo mejor pagado, mejor salud, la bendición de un hijo en un hogar estéril. Pero Dios puede pensar distinto. En su infinita sabiduría, Él ve hasta el último detalle las consecuencias del más pequeño cambio en nuestras circunstancias, tanto en nosotros como en los demás. Un trabajo más remunerado puede presentar, a la larga, un aflojar en la virtud. Una salud mejor puede privamos de esa carga de gloriosos méritos que los demás y nosotros estamos ganando con nuestra enfermedad. Un hijo en ese hogar determinado pudiera ocasionar un día la pérdida de un alma. Sea lo que sea lo que pidamos, Dios no nos lo dará si no contribuye de algún modo a nuestro verdadero bien, si no nos lleva (o, al menos, no nos aparta) del fin para el que Dios nos ha creado: la eterna felicidad con Él en el cielo.
Y esto cuenta también para los favores espirituales que pedimos: Podemos vemos asaltados por feroces tentaciones de un tipo u otro, tentaciones que parecen ponernos en peligro inmediato de pecar y que están socavando nuestras energías espirituales. Pensamos: «Si consiguiera librarme de ellas, si encontrara paz interior, ¡cuánto mejor rezaría, cuánto mejor viviría mi fe!». Y así, pedimos a Dios la gracia de la castidad, de la templanza o de la paciencia. Pero, en los planes de Dios mi camino hacia la santidad y el cielo debe pasar por un sendero empinado, lleno de luchas y victorias afrontadas día a día. Pido a Dios que me libre de la tentación, y su respuesta es darme la gracia que necesito para vencer la que me espera a continuación.
Ésta fue la experiencia de San Pablo, y no debe sorprendemos si es también la nuestra. San Pablo nos dice: «Se me ha dado un aguijón en la carne, un ángel de Satanás, que me abofetea para que no me engría. Por esto rogué tres veces al Señor que se retirase de mí, y Él me dijo: Te basta mi gracia, que en la flaqueza llega al colmo el poder. Muy gustosamente, pues, me gloriaré en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo». Si nosotros no podemos gloriamos gustosamente en nuestras debilidades, al menos será voluntad de Dios que las sobrellevemos con paciencia hasta el final.
Llegamos, pues, a la cuarta condición que debe caracterizar a nuestra oración. Debemos rezar no solamente con recogimiento, con un sentido de nuestra inteligencia y de nuestra total dependencia de Dios, con el deseo sincero de conseguir lo que de Él pedimos; debemos orar también con confianza llena de amor en la bondad de Dios. Esto requiere hacerlo con la confianza de un niño en que Dios oirá nuestras peticiones y las contestará. Unida a ella, irá la total sumisión a la superior sabiduría de Dios. Él nos ama y quiere para nosotros lo mejor. Si lo que pedimos es inconveniente, dejamos en sus manos la decisión de sustituir esa gracia que pedimos por otra que Él quiera. Pero, creemos firmemente que Dios siempre nos escucha y nos responde. Si no aceptamos esto con todo nuestro corazón, nuestra oración no es oración en absoluto.
Hay una petición que siempre podemos hacer sin reservas: la de las gracias necesarias para alcanzar el cielo. Cuando éste es el contenido de nuestra oración, sabemos que lo que queremos coincide absolutamente con lo que Dios quiere. Su voluntad y la nuestra se identifican. Una oración así es siempre atendida, siempre que vaya acompañada de la quinta y última condición: la perseverancia. El hombre que nunca cesa de pedir la gracia de su salvación, está seguro de que irá al cielo.
La perseverancia es esencial a toda oración. Nunca nos descorazonaremos si recordamos que Dios lo hace todo a su manera y a su tiempo. Podemos estar pidiendo el arrepentimiento o la conversión de algún ser querido y sentimos tentados al desánimo al no observar cambio alguno en esa persona. Entonces, debemos recordar que lo que realmente importa es su salvación, no necesariamente una señal externa de su conversión que nos sirva de consuelo. Si Dios elige responder a nuestra plegaria dando a esa persona la gracia para hacer un acto de contrición perfecta en el último segundo de su vida, bien, hágase, Dios mío, tu voluntad. Aunque Dios no nos ha dado la misma seguridad de que atenderá las oraciones que dirijamos en beneficio de los demás que de nosotros, nuestra confianza debe permanecer inalterable.
Ciertamente, hasta que lleguemos al cielo no conoceremos todo lo que Dios ha hecho, todos los dones y gracias que nos ha concedido en respuesta a las oraciones que, en su momento, nos parecía que no escuchaba. A veces podemos ver la respuesta que sustituye a nuestra petición aquí y ahora, pero más a menudo no es así.

«Estudiáis las Escrituras, pues vosotros pensáis tener en ellas la vida eterna, y ellas son las que dan testimonio de mí. Mas no queréis venir a mí para poseer la vida.»
Lo que hay de cierto en las Antiguas Escrituras, en el odre viejo en general, es el anuncio del Cristo, que traería la Verdad, que ahora podemos disfrutar. Todo lo que suene a odio y sacrificio vengativo en las Antiguas Escrituras responde a odre viejo que no da más de sí. Lo importante son las palabras del Mesías, que son las del Padre (que es el que obra siempre en aquel), recogidas en el Evangelio, sacándolas de su contexto histórico, pues son atemporales.