Origen de la autoridad política

El poder viene de Dios

Al tratar del origen del poder del Estado, la Iglesia enseñó constante y rectamente que el poder viene de Dios. Así está atestiguado en las Sagradas Escrituras y en la más remota tradición. Siempre los Sumos Pontífices así lo afirmaron constatando que no había doctrina más conveniente a la razón y más conforme al propio bien de los que gobiernan y de los gobernados.

En el Antiguo Testamento se afirma claramente que la fuente verdadera de la autoridad humana está en Dios: Por mi reinan los  reyes…: por mí mandan los príncipes, y gobiernan los poderosos de la tierra (Prov. 8, 15-16). En otro lugar: Escuchad vosotros, los que los que gobernáis las naciones…, porque el poder os fue dado por Dios y la soberanía por el Altísimo (Sab. 6, 3-4). Más ejemplos se podrían dar.  Pero, a pesar de las enseñanzas del mismo Dios, los hombres se olvidaron de los preceptos divinos a casusa del paganismo supersticioso que corrompió las conciencias, viciando la realidad de la idea de la autoridad política.

Cuando brilló la luz del Evangelio, aquella vanidad y oscuridad de la inteligencia cedió el paso a la verdad, empezando a verse claro el principio divino del origen y fuente de toda autoridad. Cristo nuestro Señor contestó a Pilato, que se arrogaba la potestad de absolverlo o condenarlo, diciéndole: No tendrías ningún poder sobre mí si no te hubiera sido dado de lo alto (Jn. 19, 11). Por tanto, bien podemos y debemos decir: No hay autoridad sino por Dios. Así lo afirmó san Agustín en sus Comentarios sobre el Evangelio de Juan; y así lo afirmó san Pablo (Rom. 13, 1-4): La autoridad es ministro de Dios.

Los Padres de la Iglesia afirmaron y propagaron esta misma doctrina en la que habían sido enseñados. Dice san Agustín en la Ciudad de Dios (5, 21): No atribuyamos sino solo a Dios verdadero a potestad de dar el reino y el poder. San Jua Crisóstomo, en su Homilía a la Carta a los Romanos, 23-1, enseña lo mismo: Que haya principados y que unos manden y otros sean súbditos, no sucede por casualidad y temerariamente…, sino por divina sabiduría. Y san Gregorio Magno, en su Carta 11, 61: Confesamos que el poder les viene del cielo a los emperadores y reyes.

Los santos Doctores enseñaron lo mismo, pero algo muy importante que debe resaltarse y tenerse muy en cuenta, y es que lo enseñaron a partir de la sola luz natural de la razón, de forma tal que tal enseñanza debe ser verdadera incluso a los que no tiene otro guía que la razón. En efecto, es la propia naturaleza quien manda que los hombres vivan en sociedad civil. ¿No es acaso Dios autor de la Naturaleza? Es pues Dios mismo quien manda que el hombre viva en sociedad. Esta sociedad no puede concebirse sin que haya alguien que la rija y una las voluntades de cada individuo, de modo que pueda surgir un recto orden conducente al bien común de la sociedad. Pero ningún hombre tiene en sí mismo el derecho de sujetar la voluntad libre de los demás, solo Dios, creador y gobernador de todas la cosas, es el único que tiene este poder. Los que ejercen el poder deben ejercerlo necesariamente como comunicado por Dios a ellos: Uno solo es el legislador y el juez, que puede  salvar  y condenar (Sant. 4, 12). Esto se aprecia en todo poder. La potestad de los sacerdotes dimana de Dios; del mismo modo la potestad de los padres tiene reflejo en la autoridad  de Dios, de quien procede toda familia en los cielos y en la tierra (Ef. 3, 15). Toda autoridad y poder, sean los que sean, tienen su origen en un solo e idéntico Creador y Señor del mundo, que el Dios todo poderoso.

Concepción cristiana del poder político

Si el poder político de los gobernantes es una participación del poder divino, el poder político alcanza una dignidad mayor que la meramente humana. Además, los gobernantes deben obedecer a Dios, no por el temor al castigo, sino por respeto a la majestad divina, y no con un sentimiento de servidumbre, sino como un deber de conciencia. De esta forma, la autoridad se ejercerá con mayor firmeza.

De acuerdo a esta doctrina, instruyó san Pablo a los Romanos (13, 1-5), escribiendo a cerca de la reverencia que de debe a los que mandan: Todos habéis de estar sometidos a las autoridades superiores… Que no hay autoridad sino por Dios, y las que hay, ñor Dios han sido ordenadas, de suerte que quien se resiste a la autoridad resiste a la disposición de Dios, y los que la resisten atraen sobre sí la condenación… Es preciso someterse no sólo por temor del castigo, sino por conciencia. Igualmente san Pedro (1 Pe. 2, 13-15)  en esta misma línea: Mostrad sumisión a toda institución humana por respeto al señor, ya sea al emperador, como a soberano; ya sea a los gobernantes, como mandados por él para castigo de los que obran el mal y para alabanza de l os que obran el bien, pues tal es la voluntad de Dios.

Sólo hay un motivo para no obedecer: cuando se exige a los ciudadanos algo que repugna abiertamente al derecho natural o al derecho divino. Todas las cosas en las que la ley natural o la voluntad de Dios resultan violadas, no pueden ser mandadas ni ejecutadas. Si alguien se viera obligado a hacer una de dos cosas, o despreciar los mandatos de Dios, o despreciar la orden de los que mandan, hay que obedecer a Jesucristo, que manda dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (Mt. 22, 1). Y siguiendo a los apóstoles hay que responder con ánimo: Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres (Hech. 5, 29).

El que desobedece la ley del que manda, porque se aleja del mandato divino o desprecia la ley natural, no puede ser acusado de quebrantar la obediencia debida porque si la voluntad de los que gobiernan contradice la voluntad y las leyes de dios, los gobernantes rebasan el capo de su poder y pervierten la justicia. Ni en este caso pue de valer la autoridad, porque esta autoridad, son la justicia, es nula.

La Iglesia siempre ha recordado  a los Estados que el poder político no has sido dado por Dios para  el provecho particular, sino que debe ser ejercido para utilidad de los ciudadanos. Recomienda, a su vez, a los mandatarios que tomen ejemplo de Dios de quien les viene la autoridad, y de que gobiernen según la imagen de Dios con equidad y fidelidad, y mezclen la caridad paterna con la severidad necesaria[1]. En esta misma línea la Iglesia recuerda a toda autoridad política, en particular, que debe dar cuanta algún día al Rey de reyes y Señor de los señores.[2]

Quien olvida el origen del ejercicio de su autoridad y se desvía del camino ordenado por Dios para ejercer la autoridad, estas palabras del libro de la Sabiduría (6, 4.8): Porque, siendo ministros de su reino, no juzgasteis rectamente… Terrible y repentina vendrá sobre vosotros, porque de los que mandan se ha de hacer severo juicio; el Señor de todos no teme a nadie ni respetará la grandeza de ninguno, porque Él hacho al pequeño y al grande e igualmente cuida de todos; pero a los poderosos poderosamente serán enjuiciados.

Así ha enseñado la Iglesia, pues con estos preceptos y enseñanzas queda asegurada la tranquilidad del Estado, el gobierno del que manda y la dignidad de los ciudadanos a quienes con la misma obediencia a la autoridad se les garantiza la obediencia a la ley de Dios, y por tanto la dignidad del ser humano.

Las falsas teorías

Pero vinieron los errores de la Reforma que dieron lugar a tantas herejías, naturalismo, racionalismo, el filosofismo revolucionario de la Revolución francesa, y, en definitiva, al liberalismo moderno que en este asunto, como en tanto otros,  alteró por completo la enseñanza inmutable de la Iglesia. Estas herejías pretenden colocar el origen de la sociedad civil en el libre consentimiento de los hombres, poniendo en este consentimiento el principio de la autoridad política. Pero toda autoridad sólo tendrá su verdadera legitimidad y verdadero fundamento si se reconoce que proviene de Dios como fuente absoluta y santa.

Necesidad de la doctrina católica

La Iglesia ha enseñado de manera constante en su Magisterio, hasta el Concilio Vaticano II, que la causa de la obediencia es conseguir que los ciudadanos actúen por el estímulo del deber y por influencia del temor de Dios, y esto sólo puede conseguirlo como nadie la religión católica.  A lo largo de la historia los Sumos Pontífices han hecho un gran servicio al bien común cuando, con la autoridad otorgado por Dios, se enfrentaron a los poderosos para limitar el abuso de poder del que hacían gala, o para impedir la propagación de errores que perturbaban la conciencia de los fieles católicos o incidían contra la propia dignidad del ser humano.

Siempre la Iglesia ofreció sus bienes espirituales al Estado, a sus gobernantes para que gobernasen conscientes de que su autoridad tiene su origen en Dios; además, exigiendo la libertad necesaria para ejercer su obligación moral debida con sus fieles. La Iglesia siempre ha proclamado su independencia ante el Estado y que le sea reconocida, por parte de éste, su autoridad en lo concerniente a la salvación de las almas; al tiempo de desear una sana relación entre ambas instituciones con el fin de actuar de común acuerdo en cuestiones afines y mantener una fluida relación en aquellas otras más de competencia de una u otra institución.

Concilio Vaticano II

El lenguaje de la Iglesia ha cambiado, ya no se reconoce la doctrina anterior. Es más, se ha abandonado un Magisterio secular sobre el tema que nos ocupa. Los Estados proponen a los ciudadanos normas que repugnan abiertamente el derecho divino y el derecho natural, y la Iglesia no solo no alza su voz en contra alertando y precaviendo a sus hijos y a los hombres de buena voluntad, sino que se somete a los poderosos y recomienda a los fieles tales leyes. La ruptura es manifiesta. La ideologías condenadas por el Magisterio preconciliar han sido asumidas por la Iglesia conciliar. La verdad del origen divino de la autoridad ha quedado sepultado bajo la impiedad del liberalismo al que la Iglesia ampara y difunde.

Pero esto es otro asunto que da mucha materia para más literatura.  La verdad queda dicha: toda autoridad tiene su origen en Dios y no en el consentimiento de los hombres.

Ave María Purísima.

[1] Encíclica  Dirturnum Illud, 11. Papa León XIII.
[2] Idem.

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