P. Rodrigo Molina, santidad sacerdotal y misionera
Un hombre de gobierno, organizado, tenaz, infatigable. Apasionado. Sus co-hermanos jesuitas lo llamaban: “la locomotora”, “el recio astur”. Indoblegable cuando se proponía algo que era para Gloria de Dios. Muy trabajador, apenas dormía cuatro o cinco horas; algunos días pasaba la noche en vela (o trabajando o ante el Santísimo). Era transparente, sincero, fidelísimo.
El P. Francisco Javier Mahía Colao, que fuera Superior General de Lumen Dei, nos habla de las virtudes y espíritu apostólico que debe tener todo sacerdote, para ello se fija en el ejemplo y el legado del sacerdote que más marcó su vida y vocación, el P. Rodrigo Molina.
¿Hubo algún sacerdote que marcó su vida?
Conocí al P. Molina en 1987, cuando tenía 17 años y él, 66. Fue en una tanda de ejercicios de ocho días en Almonacid de Zorita, Guadalajara, España. En un antiguo convento de Concepcionistas [Fundado por Santa Isabel de Silva], las hermanas de Lumen Dei tenían su casa de formación y también una casa de Ejercicios. Ya antes había oído hablar de él a mi familia, de modo especial a D. Antonio Colao, hombre santo, que nos introdujo a todos en la obra del P. Molina: Ejercicios Espirituales, círculos bíblicos y mil ofertas para vivir una espiritualidad clásica.
¿Qué es lo que más le impresionó de él?
La santidad que emanaba por todos los poros de su ser. Un hombre que creía en el Evangelio según lo ha predicado la Iglesia en el surco de la Tradición divina, inviolable. Me impresionó el halo de autoridad que emanaba, la integridad. Un hombre que transpiraba a Dios con su palabra, su silencio, su modestia. Sencillo, humilde, pero con autoridad. Perdone la expresión, pero casi casi, contemplé a Dios en un hombre. Fascinaba estar en su presencia. El mundo de lo sobrenatural se abrió ante mí en un sacerdote.
¿Hasta qué punto fue decisivo en su vocación?
Por lo anotado anteriormente, fue determinante. A los 15 años experimenté la llamada del Señor. Pero me hice el sordo. Sabía que el Señor me llamaba, y me llamaba a una vida de entrega y radicalidad, a lo cartujo, se podría decir. Era la espiritualidad del P. Molina. No quería mirar a los ojos de Jesús que me invitaba… En el Padre Molina, en esos Ejercicios, en su palabra de fuego, en su ejemplo, encontré el espaldarazo, valga la imagen, que necesitaba. Si ser sacerdote, es ser como este hombre, quiero serlo, con la ayuda de Dios y de la Virgen María.
¿Qué cualidades tenía a nivel humano?
Un hombre de gobierno, organizado, tenaz, infatigable. Apasionado. Sus co-hermanos jesuitas lo llamaban: “la locomotora”, “el recio astur”. Indoblegable cuando se proponía algo que era para Gloria de Dios. Muy trabajador, apenas dormía cuatro o cinco horas; algunos días pasaba la noche en vela (o trabajando o ante el Santísimo). Era transparente, sincero, fidelísimo. No conocía la traición. Sabía aunar dos virtudes que por lo general coexisten en muy pocos: la sana iniciativa emprendedora y la obediencia fiel, hasta en los más mínimos detalles. Todos sus superiores así lo afirman. Humilde (virtud humana escasísima). A todos nos asombraba su prodigiosa fortaleza. Reveses, oposiciones enconadas, incomprensiones, no lo derribaban. Estuvo, literalmente, al borde del abismo en su obra, y salió adelante por su inquebrantable fe, y esa fuerza interior. Hombre amable, agradecido, generoso. En sus expresiones no era muy afectuoso, más bien en sus obras. Desprendía una sana virilidad. Pienso que se trataba de un líder nato, a lo San Ignacio de Loyola, su querido padre fundador, maestro y modelo.
¿Cuáles eran sus principales virtudes?
Destacaría, en primer lugar, la fe teologal. En un mundo donde la apostasía está a la orden del día, su fe en Dios era firme, sólida y aunque de suyo la fe es oscura (carta a los hebreos) en el padre Molina se traducía en luz para todos los que le escuchábamos y acompañábamos. La luz de Dios, que es Jesús (yo soy la luz, la verdad…), se vehiculaba en sus palabras, exhortaciones. Es más, en esa fe, como tantos santos, se apoyó para hacer lo que hizo. Tuvo que afrontar esa sistemática destrucción de la fe tradicional (el desmadre del posconcilio, herejías, ruptura con la vida consagrada tradicional y un largo y tristísimo etcétera) y no cedió, en el sentido más puro del término, al envenenamiento de la doctrina. Para nosotros es un “profeta”, un “faro seguro” en mares procelosos. Me recuerda a santos de la talla de San Atanasio, o su fundador, San Ignacio de Loyola.
Junto a la fe teologal, la esperanza y la caridad. Él nos predicaba incesantemente de la fe complexiva (la fe que lleva a la esperanza y desemboca en la caridad). El creer, esperar y amar, bastión del católico y enseñanza que nos vino a recordar la aparición de la Virgen de Fátima. Esperar contra toda esperanza y amar a pesar de todo, pienso que resplandecía en el padre de modo heroico. A los que le maltrataron de una u otra manera, siempre los perdonó y con algunos se prodigó de modo magnífico. ¿Y qué decir de todas sus obras de caridad a favor de los desfavorecidos? Amó con amor auténtico, que no es el amor romántico, amor interesado, amor sentimental que tanto abunda y que al final desaparece como la espuma. El amor, nacido en la fe, era la corona de la virtud en el Padre Molina. Inundado en el amor de Dios lo irradiaba en servicio, entrega sacrificada, delicada, compasiva. Esa caridad se concretaba en el cuidado con juicios y comentarios hirientes siguiendo las palabras del Apóstol. Dijo de él uno de sus superiores: “para mí se pierde un hombre que trabaja duro, no murmura ni chismea… De él solo he recibido ayuda, atención y confianza…”.
Detestaba la murmuración, las comidillas destructivas. Exhortaba: “Bien claro dice el Apóstol que la murmuración (eso es lo que significa esta palabra: un comer y morder al otro) acaba con la destrucción total del organismo de los miembros que murmuran. Observen cómo el Apóstol emplea unos verbos que abarcan todo género de palabras, cuyo efecto final es la destrucción de la Comunidad: palabras acres, cargadas de animosidad, de celo amargo, irascibles, agresivas, violentas, duras, crueles, irónicas, sarcásticas; indiferentes, frías, insensibles; suspicaces, recelosas, desconfiadas, maliciosas; inoportunas, exageradas, obstinadas. Cae también dentro de este morderse y devorarse la crítica destructiva, el ser ligero en llevar rumores, el susurrar, las habladurías, el chismorreo, el zaherir, el desacreditar, el detraer, la mordacidad, el refunfuñar. El cuidado en esta materia nunca será bastante”.
Esa fe, esperanza y caridad desembocaban en la adoración, un acto de la virtud de la religión. El Padre Molina era un adorador de Dios. Adorar a Dios era su pasión, y desde la adoración, sólo desde ella, el servicio al hermano. Dios era el primer valor en todo cuando hacía. Y todo debía llevar a adorarlo a Él, no en vano su lema, y el de su obra era, “Omnis Terra Gloria Dei” (Toda la Tierra sea Gloria de Dios, cf. Salmo 72). Postrarse ante la presencia de Dios es la mayor grandeza del hombre, su lugar de privilegio y era el lugar de preferencia del P. Molina. Esta adoración al Señor de nuestras vidas, la podíamos visualizar en su amor ígneo a la Eucaristía. Lo era todo para él. Aún queda grabada en nuestras retinas la imagen del P. Molina adorando, largas, larguísimas horas, a Jesús sacramentado. En las horas silenciosas de la noche, robándole tiempo al sueño, en una capilla oscura, donde sólo brillaba la Custodia con la Sagrada Forma, ahí podíamos ver al padre Molina como el gran orante.
Háblenos de su entrega y sus deseos de santidad… El padre no conocía la medianía. Su coherencia con la fe le llevó a darlo todo, sin reservas. Muchas veces comentaba, con tristeza, lo que aconteció al matrimonio de Ananías y Safira (cf. Hch 5, 1-11) que por haber sido cicateros en su entrega encontraron un final desastroso. Cuando “hablaba” del joven rico, cuando evocaba la llamada de los primeros discípulos en Galilea, en el lago, se le iluminaban los ojos. Ese irresistible imán del reclamo de Jesús, lo cautivó también a él. No podía descansar sabiendo que el Señor lo invitaba a la salvación de las almas.
El “Sitio” del crucificado (cf. Jn19, 23) le interpeló de un modo que se lanzó al seguimiento de Jesús (séquela Iesu) sin posible retorno. Curiosamente le han acusado de absolutizar esa entrega, ese llamado al despojo, pero si uno se adentraba en las profundidades de su alma, escuchaba la resonancia de la voz del Señor, como a San Mateo, a San Francisco de Asís, a San Francisco Javier, a San Francisco de Borja, a tantos santos. “Ven y sígueme” no es una voz que se preste a interpretaciones. ¿Qué es ser santo? Ser santo es dar y darse, nos decía. Como la luz de una lámpara, ilumina, irradia tanto cuanto es, no menos. Y esa llamada, no es una conquista pelagiana, autosuficiente, es secundar una oferta de la Gracia de Dios. Siempre lo enseñó así. El mismo Dios que pone esos deseos abrasadores en el corazón (Sta. Teresita: “Dios no puede inspirar deseos irrealizables, por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, puedo aspirar a la santidad”).
Aspectos más importantes de su espiritualidad… Destacaría su literalidad en la vivencia del Evangelio, sin glosa, como decía S. Francisco de Asís. En primer lugar la Santísima Trinidad, el Dios Trino Absoluto, nuestro Creador que después nos redime. Nos dejó como núcleo la adoración de ese Dios Trinitario. Incluso hablaba de virtualidades prosópicas, es decir aquellos aspectos que conocemos de la Trinidad por analogía y que podemos imitar: la autoridad-firmeza en el Padre (contra esa blandura que hoy se estila, a veces bajo capa de diálogo), sabiduría-obediencia en el Hijo (contra la heterodoxia campante de nuestros días) y el amor-comunicación de Espíritu Santo (que vence todo egoísmo separatista).
La adoración nace en la Fe complexiva, a Dios lo conozco en la fe, espero en Él con la esperanza teologal y culmino amándolo con caridad divina. Adoración, fe complexiva que nos conducirá a renunciar a todo (el despojo) por Él, tal como lo relata Jesús en San Lucas 14. Ese despojo tiene un modelo, Jesús. Imitarlo a Él, “Dios a mi alcance”, será el horizonte de su vida. Identificarme con él en la humildad, pobreza, castidad, obediencia, mortificación. Clavaba su mirada en Jesús, en su Sagrado Corazón. Como buen hijo de San Ignacio, palpitaba por el Corazón de Jesús, su fiesta, los primeros viernes. Esta devoción y su dimensión reparadora y de consagración, era sustancial en su espiritualidad. De ahí a contemplarlo en los pobres, asistirles con una asistencia integral, primero el alma, luego el cuerpo, será corolario lógico. Desde Dios un amor a todos los hombres, pero en la verdad, que es el amor auténtico.
Vida de oración, devoción eucarística y mariana. El padre Molina, desde sus años de novicio y estudiante jesuita, era un contemplativo. Nos contaba que, con permiso de sus superiores, él dedicaba más tiempo a la oración que el resto de sus compañeros. Anhelaba los encuentros personales, a solas con Dios. Llamaba a la oración “trato en amor con Dios”, siguiendo la famosa definición de santa Teresa. “Pasarse amando a Dios”, era otra frase que describía para él lo que era orar. Su oasi
