El Papa: falta a la caridad con los judíos
Los judíos, son el pueblo elegido, pero rechazaron tan inmenso privilegio. Hoy la Iglesia se ha olvidado de ello y no realiza una de sus más grandes obras de caridad: rezar por su conversión.
En la mañana del jueves 28 de febrero, el Papa Francisco I recibió a los participantes en el encuentro conmemorativo del 50º aniversario de la muerte del cardenal Agostino Bea, promovido por el Centro “Cardenal Bea” de Estudios Judaicos en colaboración con el Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, el Pontificio Instituto Bíblico y el Center for the Study of Christianity de la Universidad Hebrea de Jerusalén.
Entre lo que el Papa les dijo figura lo siguiente:
“la amistad y el diálogo entre judíos y cristianos están, de hecho, llamados a ir más allá de las fronteras de la comunidad científica. Sería bueno, por ejemplo, que en la misma ciudad los rabinos y los párrocos trabajaran juntos, con sus respectivas comunidades, al servicio de la humanidad que sufre y promoviendo formas de paz y diálogo con todos”. Así mismo, invitó a los sacerdotes a trabajar junto a los rabinos para que “los lazos personales entre cristianos y judíos produzcan el terreno fértil para echar raíces de una mayor comunión”, ya que, dijo, “hasta ahora, el diálogo judeo-cristiano se ha desarrollado a menudo en un ámbito reservado, sobre todo, a los especialistas”.
¿Y quién fue el cardenal Bea? Pues uno de los que más influyeron durante y después del Vaticano II para torpedear la oposición del cardenal Ottaiani a las reformas que se vislumbraban cuyos furtos éste vio venir con enorme clarividencia. ¿Y quién fue también el cardenal Bea? Uno de los mayores impulsores de este «ecumenismo» absurdo, engañoso, puñal por la espalda y caballo de Troya cuyos resultados, como intuyó Ottaviani, vemos hoy en forma de indiferentismo, sincretismo y lo que quieran, nada bueno, desde luego, porque de todo menos conversión de jusdíos, ateos, gnosticos y descreídos, es decir, de la vuelta a la Casa del Padre, que es la Iglesia, de los hijos pródigos.

Lo que tendría que haberles dicho el Papa a tales señores es, sólo, la oración compuesta por Pío XI para consagrar el género humano al Corazón de Jesús, hoy desaparecida de todos los textos eclesiásticos:
“¡Oh, Señor! Sé Rey, no sólo de los hijos fieles que jamás se han alejado de ti, sino también de los pródigos que te han abandonado, haz que vuelvan pronto a la casa paterna, para que no perezcan de hambre y de sed. Sé Rey de aquellos que, por seducción del error o por espíritu de discordia, viven separados de Vos; devuélvelos al puerto de la verdad y a la unidad de la fe, para que en breve se forme un solo rebaño bajo un solo Pastor.
Sed Rey de los que permanecen todavía envueltos en las tinieblas de la idolatría o del islamismo; dignaos atraerlos a todos a la luz de vuestro reino.
Mirad, finalmente, con ojos de misericordia a los hijos de aquel pueblo que en otro tiempo fue vuestro predilecto: descienda también sobre ellos como bautismo de redención y de vida, la sangre que un día contra sí reclamaron”.

O también, si lo hecho por su antecesor le da grima, lo que dejó en su testamento Santa Teresa Benedicta de la Cruz (la judía alemana Edith Stein, finalmente asesinada por los nazis):
“Desde ahora acepto con alegría y con perfecta sumisión a su santa voluntad, la muerte que Dios me ha reservado. Pido al Señor que se digne aceptar mi vida y mi muerte para su honor y su gloria; por todas las intenciones del Sagrado Corazón de Jesús y de María y por la Santa Iglesia, de modo especial por el mantenimiento, santificación y perfección de nuestra Santa Orden, particularmente los Carmelos de Colonia y Echt; en expiación por la incredulidad del pueblo judío y para que el Señor sea acogido por los suyos y venga su Reino en la Gloria; por la salvación de Alemania y la paz en el mundo; finalmente, por mis familiares, vivos y difuntos, y por todos los que Dios me ha dado: que ninguno de ellos se pierda”.
Francisco I, y con él la mayoría de la jerarquía eclesiástica, sigue desvariando, y a pesar de que se conocen así mismos, y nosotros a ellos, por sus penosos frutos, se mantienen en sus trece. ¡Que Dios les perdone!
Nosotros a lo nuestro, a lo de siempre: a rezar por la conversión de pecadores y descreídos.
