La partida de ajedrez
Para jugar al ajedrez, es necesario conocer y respetar ciertas reglas. Nunca podrá jugar quien pretenda mover un alfil como una torre o aquel que quiera añadir más piezas. Sin embargo, poco podrá hacer frente a su rival un hombre que únicamente conoce las normas. Para ganar, que es el fin que persigue cada jugador, es no solamente útil, sino hasta necesario, estudiar las distintas estrategias, aprender de partidas históricas o incluso preguntar a otros jugadores. No se trata aquí de doctorarse en ajedrez, aunque, por otro lado, es buena la existencia de expertos a quienes poder consultar.
Es cierto que no es indispensable el estudio teórico para obtener el conocimiento necesario para jugar con ciertas garantías de éxito. Han existido jugadores con una visión de juego natural que no han necesitado de ello, pero dichas personas son las menos e incluso ellas han necesitado por lo menos la experiencia de partidas pasadas que suple su limitación teórica. Si es pues útil, bueno y necesario ese estudio profundo, ¿cuánto más lo sería en caso de que solamente se pudiera jugar una partida en la vida?
La vida es una prueba a la que Dios somete a sus criaturas por amor, para premiarles la fidelidad con la gloria eterna. Pero este juego divino tiene tres diferencias con el anteriormente citado que interesa meditar. En primer lugar, solamente se puede jugar (y no hay posibilidad de no jugar) una única y definitiva partida, terminada la cual, el resultado es irrevocable. En segundo lugar, el enemigo contra el que combatimos lleva siglos practicando con otras almas, y ha vencido a muchas más inteligentes o capaces que nosotros. Y, por último, nuestra partida ya ha empezado, aunque no hayamos sido conscientes todavía, cuanto más tardemos en reaccionar, más difícil será reparar los errores.
Este combate, este juego, se resume en pocas palabras. El fin lo explica con precisión San Ignacio de Loyola en su “Principio y fundamento”: “El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios Nuestro Señor, y mediante esto, salvar el alma”. Para ello, hemos contraído cuatro deudas con nuestro Creador que hemos de satisfacer, a saber, las deudas de adoración, reparación, gratitud y petición. Para cumplir esta finalidad, Cristo quiso entregarse a la muerte, y muerte de cruz, de manera que nos abrió las puertas del medio que hemos de usar, la gracia Divina.
Pero eso son sólo las normas básicas, no es suficiente para la Victoria, y aunque fuera suficiente, ¿quién se atrevería a jugar así teniendo la estrategia ganadora al alcance de sus manos? Estudiemos el Catecismo, aprendamos de la vida de los santos, y preguntemos a los expertos. Si por dejadez, ignoramos no solamente lo que podemos hacer, sino hasta lo que debemos hacer, seremos culpables. El que no sabe lo que puede hacer, no puede tener intención de hacerlo. No se trata, decíamos, de ser doctores en esta disciplina. Veamos la importancia de esto con unas pocas ideas.
Si no estudiamos a fondo el santo sacrificio de la Misa, nunca sabremos que los bautizados participamos del sacerdocio de Cristo y podemos por tanto ofrecer, a través del sacerdote, este sacrificio. No podremos saber que para hacer este ofrecimiento no es necesario seguir la Misa respondiendo a las palabras del sacerdote (y a veces es insuficiente si nuestra participación es sólo verbal), sino que la Iglesia siempre enseñó otras formas de participación como el Rosario o la meditación, con tal que se hagan con la intención de ofrecer el sacrificio. No sabremos que ofrecer la Misa es el medio de satisfacer plenamente nuestras cuatro deudas, pues coinciden con los cuatro fines de este sacrificio: latréutico, propiciatorio, eucarístico e impetratorio. Y no podremos saber que podemos ofrecerla por otras almas.
Si conociéramos la doctrina sobre los sacramentos, sabríamos que recibimos más cantidad de gracia cuantas más perfectas sean nuestras disposiciones y entenderíamos por qué tantos santos dedicaban varios días incluso a prepararse para la comunión. Sabríamos que la confesión de los pecados veniales no solamente los perdona, sino que también es una fuente de gracia, y que debemos tener cuidado porque la frecuencia puede devenir en rutina y hacer nula alguna de las condiciones de la confesión.
Para practicar las virtudes, debemos conocerlas a ellas y sus leyes. Y saber que una virtud natural practicada con una intención natural (por ejemplo, dar limosna por compasión de la situación material) nada puede merecer en el orden sobrenatural. En palabras del P. Royo Marín: “Es tan absurdo e imposible que un acto puramente natural produzca un efecto sobrenatural como que una estatua de mármol rompa a hablar o se eche de pronto a andar”. Y que, por lo tanto, debemos practicar cada acto de virtud por un motivo sobrenatural, siendo el más perfecto el amor a Dios. Si supiéramos esto entenderíamos por qué cualquier devocionario, en sus oraciones de la mañana, tiene un acto de ofrecimiento de pensamientos, palabra y obras de dicho día a Dios que, aunque es menos perfecto que la intención actual del momento, tiene valor sobrenatural.
Si estudiamos la ciencia de la oración, sabremos que solamente decir palabras no es oración, que lo que de verdad importa es nuestro interior. Que cuando asaltan muchas distracciones, el esfuerzo constante y activo de rechazarlas es ya oración, y gran oración. Sabremos que hacer oración para sentirnos bien, es puro egoísmo y supone la inversión de los órdenes, pues es hacer un acto sobrenatural con un fin puramente natural. Entenderíamos que la Inmolación como víctima de amor de Santa Teresita, es decir, amar a Dios por los que no le aman, es una eficacísima oración en favor del prójimo y no un invento suyo sin respaldo teológico.
Si conociéramos la doctrina cristiana acerca del trabajo, comprenderíamos la divisa ignaciana “Ad Maiorem Dei Gloriam”, que convierte el trabajo en oración a fuerza de hacerlo para mayor gloria de Dios y salvación de las almas. Como dice el P. Sertillanges: “El trabajador cristiano es un adorador…, yo diría un sacerdote. Una mujer que cose con espíritu elevado me sugiere la imagen del destino uniendo las fracciones de la eternidad; y sus tijeras, cayendo en el silencio suplicante, despiertan en mí el recuerdo emocionante de las horas en una iglesia durante la ceremonia.”
Y así, nuestro trabajo podría ser, no solo la fuente de nuestro sustento material sino también eficaz instrumento de santificación. El que así trabaja, forma parte de la “reserva del Cristianismo” de que hablaba el P. Pedro María Iralagoitia: “Los que dan un testimonio de Cristo todos los días desde la monotonía -aparente- de sus vidas. Los que cumplen la voluntad de Dios en todos y cada uno de los momentos triviales de su vida. Ahí encontramos a los que abren y cierran las mismas puertas, los que andan las mismas calles, los que trabajan en las mismas oficinas y los que usan las mismas herramientas; las que quitan el polvo diariamente de las mismas cosas, entran y salen de la misma cocina y se sientan con la aguja en la mano junto a la misma ventana. Son, en resumen, los que han recibido el don maravilloso de hacer todo lo que hacen diariamente, sirviendo a Dios y amando a Dios.”
Si no conocemos los métodos de apostolado, nuestros intentos serán siempre infecundos. Debemos saber que los escritos, predicaciones y conversaciones, a que tanto valor le damos, son el menos importante y eficaz de los métodos. Teniendo por delante la oración, el ejemplo, el sacrificio y la caridad. Dice Mons. Civardi: “antes de hablar de Dios a un alma, hablarás del alma a Dios”. Además, esto se hace evidente cuando se sabe que el mayor obstáculo de un alma, muchas veces es la disposición del corazón, y eso no puede cambiarse con discursos y razones. Hay que entender también que el apostolado no es una opción, es una exigencia, así lo dice San Pablo: “si hay quien no mira por los suyos, mayormente si son su familia, (ese tal) negado ha la fe y es peor que un infiel”. Dios ha querido que en este juego de la vida de cada alma intervengan tres libertades, la de Cristo, cumplida en el Calvario, la del alma en cuestión, y la del conjunto de todas las otras libertades humanas. Somos, por tanto, responsables en cierta medida de la salvación de las almas que nos rodean.
Por último, hemos de saber que nada de esto tiene valor para quién se encuentra en pecado mortal. Solo podemos entonces optar a una gracia, la de la confesión, y esto, no por merecimiento sino por pura misericordia de Dios si lo pedimos con la oración, oración que queda también limitada pues ya no puede ser fuente de méritos, solo súplica de misericordia.
Hay todavía una cuarta diferencia que distingue nuestra prueba de una partida de ajedrez, a saber, si perdemos nuestra alma, también Dios pierde el juego. Como lo explica Charles Péguy: “La falta del hombre hace fallar a Dios mismo. Cuando la gracia no encuentra la libertad, tampoco la libertad encuentra la gracia. Este fallo siempre es doble”. Todo se resume en una frase, la Redención de Cristo en nuestra alma es incompleta, hemos de añadir nuestra libertad y nada podrá entonces evitar la Gloria.
