Pero… ¿existe la increencia atea?
Rotundamente, no: ni de hecho ni de derecho.
Son dignos de lástima quiénes aseveran ser ateos; y si además dicen ser más que agnósticos, es que dan un paso al frente contra la divinidad.
El agnóstico no es que no crea en Dios; es que prefiere ser ateo.
Y el ateo no es que no crea en Dios, es que le combate, en el peor de todos los pecados de soberbia pura de quien no quiere que exista porque tiene mucho que perder si existe.
Esos tales, confiesan o su vida inmoral con infelicidad consecuente, o su culto idolátrico al dinero, la vanidad o los placeres sensoriales: borrachera de los sentidos, para llenar el vacío del verdadero culto a quien nos debemos y por quien existimos, para el fin último de la bienaventuranza eterna compartiendo su felicidad amorosa. Y si dijesen ser virtuosos, no se entiende que no sepan dar gracias a Dios dada su proximidad virtual.
“Dice el impío en su corazón (Sal. 13): no hay Dios”; sagazmente comenta Unamuno: “Eso lo dice en su corazón, no en su cabeza”.
Ello significa que solo se odia o se ama lo que se conoce y se cita. No conozco a nadie que vaya voceando que no cree en los fantasmas: porque no le importan.
Quien presume de ateo, se contradice y miente mientras le cite y si además usa una terminología religiosa lo pone peor cuando por ejemplo cree en “las calderas de Pedro Botero”.
Demostrar no implica necesariamente aceptar, porque conocimiento y voluntad, son dos actos psíquicos irreductibles entre sí.
Del conocimiento del bien, no se sigue necesariamente su cumplimiento, pues de hecho, se puede usar mal la libertad y rebelarse contra lo que es objeto de ser amado y servido.
De hecho, no se puede ser ateo, porque todo ser normal intuye la existencia de un ser Superior, lo llame como lo llame, y aún sin instrucción religiosa, todos nacemos con la impresión de la ley natural, que nos da una conciencia como juicio práctico para nuestros actos morales sobre lo justo y lo injusto.
De aquí se deriva la opción por el bien o por el mal y así será juzgado hasta el más ignorante en materia documental religiosa.
Así lo muestra como dogma el Vaticano I (1870), que además se demuestra por vida racional. Podemos demostrar por lógica la existencia divina. Lo que no podemos demostrar es la inexistencia de Dios.
La voluntad no puede crear la existencia de algo, ni puede destruirla a base de negarla. De ahí la ausencia de argumentos racionales de los autodenominados ateos. Y los que han pretendido aportar argumentos racionales contra Dios, carecen de formación e información religiosa para dar explicación a las objeciones que ponen, como fue Paul Sastre, diciendo que “Dios le limita en su libertad”.
Ese falso argumento en realidad lo único que viene a demostrar es su ignorancia en los sagrados límites de la misma, como instrumento para cumplir los Mandamientos de la ley divino-positiva, en la que somos probados y así, objeto de responsabilidad para recibir premio o castigo según su uso, que por cierto no es producto de consumo, sino instrumento moral.
Albert Camus adujo, objetando la existencia del mal, ignorando las consecuencias de haber perdido el estado original de gracia de la humanidad, por el pecado original de nuestros primeros padres, Adán y Eva, teniendo que afrontar las salpicaduras de aquella limitación de estado de castigo.
Pero el primero en darnos ejemplo de vida fue Nuestro Señor Jesucristo, que aceptó voluntariamente su tortura y muerte en la Cruz, redimiéndonos, para después resucitar como dueño de la vida y de la muerte.
Dios puede permitir el mal físico o moral como prueba para nosotros; lo que no puede, es quererlo, porque eso sería justificar el pecado o crearnos para sufrir sádicamente, gozándose en un dolor sin trascendencia feliz.
Los “ateos declarados”, no saben lo que se pierden, ni la felicidad de los que caminamos bajo el foco de luz de la Verdad divina; despreciando lo que no tienen y quieran o no, se encontrarán con el Juez inapelable.

Brillante artículo del P. Calvo, paradigma del teólogo riguroso, difusor de sana doctrina.
Estimado seguidor: ni que lo diga, sí señor. Mil gracias. Saludos cordiales