¿Qué es la Edad Media? (I/II)

Reproducimos en exclusiva en dos partes un magnífico trabajo del insigne académico e historiador Luis Suarez Fernández, publicado por la revista Razón Española (ver referencia sobre ella al final) en el que pone en su sitio a la hoy tan denostada Edad Media que no fue, ni mucho menos, lo que nos cuentan. No se lo pierdan.

Régine Pernoud

Régine Pernoud (1909-1998), excelente escritora, especialista en el tema entrañable para cualquier francés de Juana de Arco (1412-1431), y competente archivera, muy conocida por todos los investigadores del período, ha escrito un libro con la intención de «acabar con la Edad Media», es decir, con tantos prejuicios que todavía se conservan en su país acerca de los siglos llamados «medievales». Su ejemplo sobre Galileo me parece oportuno y significativo. Mucha gente cree que la sentencia contra el astrónomo es cosa «medieval» y se sorprende cuando se le dice que el hecho ocurrió en 1633, es decir, después de que la Reforma hubiese roto los límites de la libertad científica de la Edad Media. Mucho más audaz fue Juan Buridan y a nadie se le ocurrió molestarle; Pedro de Ailly llegó a ser cardenal. La dificultad principal, como muy bien advierte la autora, nace del empeño en reducir a unidad un período tan largo como el que va desde las invasiones germánicas hasta los descubrimientos geográficos y el triunfo de la Reforma protestante. Este libro, que presenta el punto de vista muy francés de su autora, no tiene en cuenta que en algunos otros países de Europa, la definición de la Edad Media aparece más precisa y más clara.

Esto sucede en España. Entre la entrada de los musulmanes en la Península, el año 711, y la incompleta restauración de la unidad nacional, en las postrimerías del siglo XV, existe una línea argumental de la que los contemporáneos tenían conciencia, manifestándola en ocasiones a través de sus escritos. Herencia de una diócesis del Imperio romano, España era una entidad preexistente, la cual se había perdido y debía ser restaurada. La expresión «pérdida» no es de acuñación moderna: la emplea un anónimo escritor mozárabe que vivía en Córdoba treinta años después de este suceso. Un español puede, sin la menor dificultad, afirmar que la Edad Media es aquella etapa histórica de más de setecientos años, durante la cual se fue perfilando y asentando sobre una base cristiana y plural la conciencia nacional española.

Un hecho de decisiva importancia para la vida de Europa viene dado por la coincidencia de la reacción franca contra los musulmanes (Poitiers, 732) y la decisión hispánica de resistir (Covadonga, 722). Contribuyó a impedir que cristalizara en la Península Ibérica un Estado musulmán, a pesar de la gran superioridad de los árabes en la economía, la cultura y la administración. Inventando una peculiar tradición apostólica, la de Santiago, los núcleos de resistencia cristianos de la Península se insertaron en Europa ya desde principios del siglo IX. Carlomagno (768-814) hizo que se estableciera una coincidencia entre la Cristiandad y Europa; no deja de ser significativo que sean cronistas de su Corte los que utilicen por vez primera la expresión «europeos» como una alternativa que oponer al islam.

Estamos comenzando a comprender muchas cosas en relación con la Edad Media, y a convencernos también de que es mucho más lo que ignoramos. En el momento en que la sociedad antigua entró en crisis, se plantearon problemas para los que parecía difícil o imposible la solución. Uno de éstos era el de la libertad; otro el de las relaciones entre inmanencia y trascendencia; un tercero el del significado de la riqueza y de la pobreza. Muchas de las conquistas que el hombre moderno cree que son suyas no son sino herencia recogida de manos de sus mayores. Intentaré algunas explicaciones porque me parece que pueden servir de ayuda al lector de este libro, tan simpático y, al mismo tiempo, tan erudito.

LA ESCLAVITUD Y EL TRABAJO

La sociedad antigua había sido rigurosamente esclavista. Si dejamos a un lado tanto los modelos marxistas como las románticas transliteraciones de los novelistas del siglo XIX, hemos de considerar a la esclavitud como una peculiar forma de relaciones laborales que consiste en situar a las personas a un lado y a los hombres–cosa en el otro. Esto no significa látigos, sangre y harapos, porque hay esclavos muy ricos, cooperadores de otros hombres libres muy ricos, y hay miserables que arrastran su libertad comiendo mendrugos. La libertad y la esclavitud se instalan en torno a un eje distinto, el de la negación de la dignidad del hombre. Así había venido sucediendo desde que el ser humano tiene memoria de su historia. Así seguirá sucediendo fuera de Europa todavía durante muchos siglos.

Carlomagno

El cristianismo, conformador de la nueva sociedad que ponen en pie Carlomagno y los pequeños monarcas peninsulares, tenía que ajustar a su concepto de la dignidad del hombre las relaciones laborales establecidas sobre esta base. En una lenta penetración en los códigos de leyes se precisó una incompatibilidad entre la esclavitud y la fe cristiana: sólo los paganos pueden ser esclavos. Al mismo tiempo fijó las condiciones de la servidumbre que, reconociendo la dignidad humana del trabajador de la tierra, garantizó su adherencia a ella evitando el despojo. Para dulcificar en lo posible las duras condiciones de vida —eran duras para todos— introdujo la prohibición de los trabajos «serviles» en días festivos. No se trataba de impedir al hombre que laborase, sino prohibir que se le exigiesen labores; de ahí la distinción, que hoy se estima chocante, cuando se abre la mano a los trabajos no serviles. Bastaba con multiplicar el número de fiestas para aumentar las jornadas de descanso del trabajador. Crecieron tanto que, sumando a los domingos los días no feriales, sobrepasaban en muchas ciudades más de una tercera parte del año. Desde el siglo XII la servidumbre desaparece y las relaciones se fijan sobre una estabilidad de empleo y salario.

Las condiciones de vida de los campesinos liberados en la segunda etapa de la Edad Media no fueron absolutamente mejores que las de sus antepasados, sino sólo relativamente. La falta de seguridad que nace de unas relaciones de salario permitió el enriquecimiento de un sector de campesinos, que tenían acceso a la propiedad o a las rudimentarias máquinas de laboreo, como permitió la estabilización de ciertos oficios menestrales, pero redujo a situaciones de inestabilidad a los simples asalariados. Cuando en el siglo XIV se produjo la contracción económica, como consecuencia de la sequía, la insuficiencia de las cosechas, la peste y las guerras, esa inestabilidad se convirtió en ciertos sectores de Europa en enfrentamiento entre dos clases sociales, campesinos frente a propietarios, oficiales frente a patrones. Pero la Edad Media demostró que tenía, también en este aspecto, recursos para resolver los problemas. La autoridad restableció el orden y los gremios —que son un producto muy tardío, casi extra–medieval— reprodujeron la estabilidad.

De cualquier modo, se demostraba que la servidumbre podía reaparecer. En muchas comarcas de Europa hay rebrotes tardíos. No se trata de que esta forma de relaciones entre personas haya sobrevivido; se trata de que ha resucitado. Tenemos en España uno de los ejemplos más notables y, a la vez más clarificadores. Cuando la crisis económica comenzó, a fines del siglo XIII, los propietarios de tierras en la vieja Cataluña reclamaron del rey una «Constitución», votada en Cortes, que recordaba que seguían en vigor todas las obligaciones legales que no hubiesen sido expresamente abolidas; entre ellas los llamados «malos usos» a que estaban sujetos los campesinos, payeses de remensa. Esta fue la Constitución llamada en catalán Com per lo senyor. Durante más de un siglo, los propietarios presionaron a los payeses, manejando todos los recursos legales a su alcance, para obtener de la tierra todo el rendimiento posible; cuando los campesinos protestaban, les respondían que ningún inconveniente había para que, en uso de su libertad, escapasen a los «malos usos» abandonando la tierra con todas sus pertenencias. Los payeses alegaban, por el contrario, que estaban dispuestos a comprar a los señores sus derechos, pero de ninguna manera querían abandonar la tierra. Ahora bien, la solución final, dictada en forma de sentencia por Fernando el Católico en 1486, fue favorable a los campesinos: se estableció la indemnización, y los plazos para pagarla.

LAS LIBERTADES NACIDAS EN LA EDAD MEDIA

Muchas de las libertades de que tan orgullosos se sienten los hombres de hoy, nacieron en la Edad Media. La más importante de todas fue la de considerar al ser humano como un sujeto de derecho. Esto contribuye a dificultar nuestra comprensión de los problemas, puesto que las leyes no tenían carácter territorial, sino personal. Es cierto que muchas disposiciones emanadas de la autoridad de los reyes pueden ser consideradas como territoriales, pero no afectaban a los habitantes sino en cuanto que eran miembros de la comunidad sujeta a la autoridad del autor de la ley. De todas formas las disposiciones generales tenían que ser conectadas con las «libertades» propias de la comunidad social a que pertenecía el individuo o con los «privilegios» que el propio súbdito en cuanto tal poseía. En definitiva, nuestro ensalzado Estado de Derecho es un producto del feudalismo.

Sé que alguno de mis lectores se sorprenderá al leer estas palabras; pero su sorpresa procede de los prejuicios que se han acumulado y se acumulan en torno al sistema feudal. Nacido en una época especialmente dura, fue como una defensa o un antídoto a la propia barbarie del entorno. No puede atribuirse al feudalismo la servidumbre, que es anterior y se establece al margen de las relaciones de vasallaje que exigen como condición que las personas a ellas sujetas sean de condición libre. El feudalismo estableció contratos sinalagmáticos de fidelidad y obediencia que obligaban de la misma manera al superior (señor) y al inferior (vasallo). Esto limitó mucho la capacidad de mando y el poder de los jefes y especialmente de los reyes. La Carta Magna, en la que todo el mundo reconoce el origen de las libertades políticas europeas, es uno de los documentos más rigurosamente feudales que se han producido en una cancillería. Pero debemos llamar la atención sobre un hecho: la sociedad sobre la que el feudalismo se construye, a partir del siglo VIII, había tocado límites de increíble rudeza.

El feudalismo aporta varias ideas básicas a la civilización europea, tales como la de que lo que siempre se ha hecho debe seguir autorizándose, la de que cada hombre debe ser juzgado por sus iguales, o aquella otra, repetida tantas veces por los canonistas, de que lo que a todos atañe por todos debe ser acordado. En el siglo XII estas ideas entraron en conflicto con las nacientes monarquías, que carecían de medios económicos suficientes para atender a las nuevas necesidades que iban surgiendo. De acuerdo con el principio de que por todos debe ser decidido, el establecimiento de nuevos impuestos tenía que ser otorgado por la representación de los que habrían de pagarlos. A la Curia feudal se agregaron por vez primera procuradores de las ciudades y villas. Este hecho sucedió en León en 1188 y, con diversos matices, fue repetido en todos los grandes reinos de Occidente. Con el tiempo, los representantes de este tercer estamento de ciudadanos se acostumbraron a presentar, a cambio de los subsidios que votaban, demandas que afectaban a la vida del reino. Como las respuestas del monarca se rodeaban de fuerza legal, las Cortes, Parlamento o Estados Generales se convirtieron en organismos legislativos.

Las Asambleas de estados, que es la expresión genérica que prefieren los historiadores actuales, completaron en el siglo XIII el modelo de la Monarquía, que ha sido la forma para la organización del Estado más genuinamente europea, más eficaz y más fecunda. Los tratadistas insistieron mucho en que la Monarquía es preferible porque el gobierno de uno es siempre superior al de muchos, pero, en cambio, apenas si hicieron hincapié en el aspecto esencial, el de la objetivación de la autoridad. Al rey corresponde, desde el siglo XIII, bajo los dos Derechos, canónico y romano, la plena representación de la comunidad, es decir, la soberanía; pero no ha sido elegido por ésta, sino suscitado por Dios mediante el procedimiento objetivo de la herencia. Por consiguiente, el ejercicio de las funciones reales no se insertaba en el capítulo de los derechos, sino que era un deber y, a veces, un pesado deber. España se adelantó en este terreno a muchos otros países de Europa. La autoridad se definió aquí como «poderío real absoluto». Esta expresión necesita ser correctamente entendida: significa que la autoridad del monarca no depende de nadie, pero de ningún modo debe considerarse como arbitraria. En realidad, las limitaciones del incipiente Estado medieval eran mucho mayores que las de un Estado moderno, porque el poder tenía que ejercerse de acuerdo con las normas de la moral cristiana, cuya custodia era la Iglesia —ningún poder estaba capacitado para legalizar el divorcio, el adulterio o la homosexualidad— y dentro de los límites establecidos por la ley heredada, que es difícil de cambiar, los reyes no pueden comenzar a ejercer sus funciones sin prestar juramento de obediencia a la ley.

Para el ejercicio de las funciones propias de su autoridad, los reyes crearon instrumentos. A mediados del siglo X estos instrumentos derivaron, por primera vez, en España e Inglaterra, en una auténtica separación de poderes, embrión de las libertades ciudadanas modernas: había un poder ejecutivo, el del rey con su Consejo, que se desarrollaba dentro de los límites establecidos por los fueros de cada ciudad o villa; un poder legislativo, que residía en las Cortes o en el Parlamento, dominados por los estamentos de ciudadanos; y un poder judicial que residía en la Audiencia, también llamada Chancillería. Sería absurdo exigir garantías excesivas en el funcionamiento de estos organismos, pero tampoco, a pesar de nuestra jactancia, se han conseguido garantías suficientes en otros tiempos.

El feudalismo había creado una clase que fue más militar que política, a la cual se llamó, por influencia romana, nobleza. Hasta el siglo XIII esta nobleza, que fue caballería por la forma de combatir y estableció un código de comportamiento —todavía en nuestro idioma las expresiones «nobleza» y «caballerosidad» indican elevación moral en la conducta— se sostuvo con las rentas de la tierra. Fue llamada nobleza «antigua» por los juristas del siglo XVII. Con notables diferencias en cuanto a la forma como se articulaban las relaciones de vasallaje, esta nobleza fue muy semejante en toda Europa. Siendo clase social abierta, a medida que la inflación hacía perder valor a las rentas de la tierra, buscó el medio de cerrarse en una oligarquía. Muchos de sus miembros se arruinaron; otros se agruparon en linajes muy estrictos cada vez en menor número. El agotamiento biológico es una de las causas fundamentales en la extinción de la nobleza «antigua».

Don Juan de Austria

Desde el siglo XIV esta aristocracia es sustituida lentamente por otra nobleza «nueva» en la que abundan los advenedizos, pero a la que dirigen en sus aspiraciones los parientes de los soberanos reinantes. Esta nobleza es ante todo política; los mandos militares, que no se desprecian, se transfieren a segundones o a bastardos. En el siglo XV el papel de los bastardos, es decir, de los miembros de la familia nacidos fuera del matrimonio, es sumamente importante. Se prolonga hasta bien entrado el siglo XVI. Don Juan de Austria (1545-1578), el hermano de Felipe II, puede servir muy bien de arquetipo. La nueva nobleza política ya no obtiene sus ingresos fundamentales de la renta de la tierra, sino de los derechos jurisdiccionales que proceden de los señoríos y de los emolumentos que proporcionan los cargos de la Corte o del gobierno. Para ejercer su poder político se agrupan constituyendo Ligas que son idénticas a los partidos modernos. Cada Liga tiene un programa para el «bien público», pero éste no es lo esencial: el objetivo es, sin duda, conquistar el poder y ejercerlo.

Por esta razón la Edad Media se cierra, desde el punto de vista político, con una gran crisis, en cuya raíz hay que situar, desde luego, la recesión económica del siglo X. Era imposible salir de la situación recesiva sin profundas reformas en los resortes del poder. La nobleza esgrimió en todas partes un programa que consistía en reducir al mínimo el poder del monarca, limitándole estrechamente con el Consejo. La monarquía tendió, en cambio a reforzar el poder del soberano. En la primera fase de la lucha los partidos aristocráticos triunfaron, pero nunca consiguieron mantener la unidad después de la victoria ni conservar el orden. Entre las masas inferiores de la población apareció el rey como la única esperanza de seguridad y paz. Por eso los monarcas triunfaron. Pero mientras que en España, por obra de los Reyes Católicos, la Monarquía se mantiene en términos de gran moderación, reestructurando las instituciones de poder mediante la conservación de los antiguos principios, en Inglaterra y Francia el poder real desbordó abundantemente sus límites, encaminándose hacia el absolutismo. Pero éste no es medieval sino, por el contrario, radicalmente opuesto a lo que había pretendido la Edad Media.

LAS INVASIONES TRAJERON LA POBREZA

Otra de las cuestiones importantes es la que se plantea en torno a la riqueza y la pobreza. La sociedad cristiana medieval arrancó de una situación de miseria atroz. La desintegración del Imperio carolingio y las invasiones vikingas, magiares y sarracenas hicieron que, hacia el año 900, Europa se encontrase en condiciones de vida durísimas. Los nobles más encumbrados padecían incomodidades de frío, de hambre o de inseguridad que el hombre moderno juzgaría insoportables. La Edad Media tuvo que construirlo todo, emprendiendo un enorme proceso de colonización, que condujo a la victoria sobre el bosque, el monte y el pantano y, en los Países Bajos, también sobre el mar. Los «polders» holandeses datan del siglo XII. Estas condiciones de miseria no favorecían desde luego la moralidad.

Directora de las conciencias, la Iglesia hubo de elaborar y presentar una doctrina, haciendo de la pobreza una fuente de virtud en términos evangélicos; se atenuó la distancia entre la virtud de la pobreza, que es desprendimiento de los bienes de este mundo, y la realidad de la pobreza, que es carencia de dichos bienes. Algunos predicadores las confundieron, recomendando la carencia como fuente de virtud. La Iglesia no tuvo más remedio que acentuar su rigor para evitar la explotación de los pobres, colocando a la usura entre los pecados más graves e insistiendo en las teorías del justo precio y de la justa ganancia.

Monjes copistas

Se aplicó el calificativo de usura a cualquier préstamo de interés, declarándolo ilícito. Ninguna ganancia podía ser considerada lícita si no era resultado de un trabajo; y éste no debía ser estimado en relación con la oferta y la demanda, sino con el tiempo y esfuerzo empleados. Así, pues, un artesano que quisiera comportarse bien no podía cobrar por su producto más que la suma que resultaba del valor de la materia prima empleada más el valor de las horas de trabajo que hubiese invertido: este resultado era el «iustum pretium». El ejercicio del comercio era trabajo y sus ganancias resultaban lícitas; pero al no poder recurrir a préstamos o créditos, el papel del comerciante resultaba muy difícil. No podía arriesgar toda su fortuna en una empresa, ni los hombres ricos, capaces de invertir, podían estar dispuestos también a arriesgarse a los largos y peligrosos viajes. De hecho sucedió que los créditos se otorgaron y los préstamos a interés se hicieron. Entre los comerciantes reinaba una mala conciencia, una pesimista sensación de estar en pecado, a la que contribuyeron algunos predicadores que afirmaban que «nunca o casi nunca puede entrar un rico en el reino de los Cielos». Con mucha frecuencia encontramos ejemplos de comerciantes que, al final de su vida, venden sus bienes, los entregan a los pobres y se retiran a un monasterio para asegurar la salvación. Otros idearon el procedimiento de convertir a Dios en accionista de sus empresas; los intereses devengados por esta «parte de Dios» tenían derecho prioritario y se entregaban también en limosnas.

San Francisco de Asís

En las postrimerías del siglo XII, como resultado del desarrollo económico, el tema de la pobreza hizo crisis. En el seno de la burguesía enriquecida nacieron movimientos y tendencias hacia la condenación absoluta y objetiva de la riqueza, dentro de la herejía, como los albigenses, o de la ortodoxia, como los franciscanos, o a caballo entre una y otra, como los valdenses y los «espirituales» salidos del franciscanismo. Los extremismos de la pobreza demostraron muy pronto su error: la carencia absoluta de bienes, excepto para ciertas personas de calidad singular como el propio San Francisco de Asís (1181-1226), que es uno de los mayores santos que haya producido nunca la Iglesia, podía convertirse en un peligro de herejía. La Iglesia hubo de aclarar, en los grandes Concilios del siglo XIII, que ni siquiera los créditos comerciales podían considerarse dañinos; el crédito ejerce un papel benéfico en cuanto que hace posible el comercio, y el capital que se arriesga tiene derecho a participar en los beneficios. Comercio e industria, en cuanto que son servicios a la sociedad, merecen todas las consideraciones honestas.

¿Qué es la edad Media?.- Prólogo a PERNAUD, Regine: ¿Qué es la Edad Media?, Madrid, Editorial Magisterio Español, 1979, pp. 11–39.

Primera parte de dos

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