Recordando al Caudillo
Y llegó la noche trágica, la madrugada que todos temíamos y lo peor no se hizo esperar. Exactamente eran las 4 de la madrugada y 58 minutos cuando los teletipos comenzaron a funcionar. Europa Exprés lanzaba la noticia al mundo escuetamente: ¡Franco, ha muerto! ¡Franco, ha muerto! ¡Franco, ha muerto!
Las delegaciones que estaban de guardia en los periódicos y emisoras se estremecieron. El momento grave y temido había llegado, en el sanatorio de la Paz todo eran carreras contenidas, muchos rostros cansados se llenaban ahora de lágrimas, muchas oraciones se elevaban hasta los luceros. Franco el capitán de los 39 años con nosotros acababa de elevarse hacia la eternidad.
Mientras se dan las órdenes y se prepara todo lo que estaba previsto, pasan los minutos, Radio Nacional con todas las emisoras conectadas da la noticia: “¡Españoles! ¡Franco! ha muerto!”, nos informa el Presidente del Gobierno, “El hombre de excepción ante Dios y ante la Historia, asumió la inmensa responsabilidad del más exigente y sacrificado servicio a España ha entregado su vida, quemada día a día, hora a hora, en el cumplimiento de una misión trascendental. Yo sé que en estos momentos mi voz llegará a vuestros hogares entrecortada y confundida por el murmullo de vuestros sollozos y de vuestras plegarias. Es natural: es el llanto de España, que siente como nunca la angustia infinita de su orfandad; es la hora del dolor y de la tristeza, pero no es la hora del abatimiento ni de la desesperanza.
Es cierto que Franco, el que durante tantos años fue nuestro Caudillo, ya no está con nosotros, pero nos deja su obra, nos queda su ejemplo, nos lega un mandato histórico de inexcusable cumplimiento. Porque fui testigo de su última jornada de trabajo, cuando ya la muerte había hecho presa en su corazón, puedo aseguraros que para vosotros y para España fue su último pensamiento, plasmado en este mensaje con que nuestro Caudillo se despide de esta España a la que tanto quiso y tan apasionadamente sirvió”. Después leyó el testamento de Franco.
Su pueblo que lo quería a rabiar lo vistió de gala para el largo y definitivo viaje. Entorchados, galones, estrellas de Capitán General, bicornio flameado de plumas… Forró el interior de su féretro de fina seda, recubrió su tumba de mármol, esculpió en el interior cuatro escudos en oro y la cubrió con una pesada losa – mil quinientos kilos – hecha con granito de Galapagar.
Pero antes de su entierro son miles de personas las quieren pasar por delante de la cadáver de Franco. La mayoría quiere ver de cerca y respetuosamente a quien les gobernó durante casi cuarenta años, otros quieren dar su último adiós al hombre al que consideran su Caudillo y dejar público testimonio de su fe y lealtad a Franco.
En la noche del sábado 22 y ante la gran cantidad de personas que aún aguardan en la calle, varios miles, se baja el féretro al vestíbulo del palacio de Oriente y se establece una doble fila.
Entre tanto el Gobierno hace gestiones ante el Presidente de la Conferencia Episcopal. El régimen quiere contar con la Iglesia para celebrar un funeral grandioso, y así en la explanada de la Plaza de Oriente y con asistencia del Rey, del gobierno en pleno y del cuerpo diplomático, en presencia de sus familiares, los miembros de su guardia personal sacaron a hombros el féretro del Caudillo, que fue depositado frente al altar. Preside la ceremonia el cardenal primado de Toledo, Don Marcelo González, quién en la homilía dijo: “Llevó una espada, que le fue ofrecida por la legión extranjera en 1926 y que un día entregó al Cardenal Gomá en el Templo de Santa Bárbara de Madrid para que la depositara en la catedral de Toledo, donde ahora se guarda. Desde hoy solo tendrá sobre su tumba la compañía de la cruz, en esos dos símbolos se encierra medio siglo de la historia de nuestra Patria.”
Tras la ceremonia religiosa el féretro fue trasladado a un arcón descubierto para presidir su último desfile militar. Las fuerzas del ejército ante los restos mortales del Caudillo dan fin con el más patético de los actos: el desfile, hacen la última parada castrense que el Generalísimo preside envuelto en la bandera de la Patria que cubre al soldado español.
Acto seguido por las calles de Madrid llevan a nuestro Caudillo al lugar de su último destino terrenal, es la última andadura de este peregrino español a un rincón sin retorno hasta el día de la resurrección. Un escuadrón de lanceros rodea al vehículo, volando al aire sus capas blancas y rojas, los cascos bruñidos; el cuadro es triste pero magnífico y emotivo. El cortejo se encamina en su largo recorrido, entre lágrimas y rezos, entre aflicción y gemidos de la multitud que grita al paso de su Caudillo.
Todo sucedió como en un sueño, encadenada y rápidamente. Hoy lo recordamos igual que ayer.

Fué una tremenda pena su desaparición, y más viendo lo que tenemos ahora de sucesores, bueno, eso de sucesores de él… es una decir, porque para descalzarle se necesitan tener muchos y grandes huevos XLL
Quienes tuvimos la oportunidad de vivir tan extraordinario momento de la historia reciente de España, no imaginábamos -ni por asomo- el tiempo de infamia que el «hado funesto» había dispuesto ya para nuestro futuro colectivo.