Apuntes para la reforma constitucional (VII): la representación.
Es evidente que no todos los ciudadanos pueden gobernar. La sociedad, formada por un conjunto de personas, de ciudadanos,…
Es evidente que no todos los ciudadanos pueden gobernar. La sociedad, formada por un conjunto de personas, de ciudadanos, obliga a que sólo algunos asuman y ejerzan las funciones de autoridad y de gobierno. Luego es necesario establecer cauces adecuados para que, del conjunto, se elijan unos pocos para que ejerzan dichas funciones en representación de los demás, con autoridad. Así, los últimos serán los representantes y los primeros los representados.
Nuestra Constitución adoptó de nuevo, en lo relativo a la representación, las tesis más revolucionarias: partidos políticos, sufragio universal, dualidad de cámaras y negación del mandato imperativo.
En su artículo 6 dice que «Los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución y a la ley. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos.».
* Que los partidos «expresan pluralidad» no se puede negar, porque cada vez son más, más minoritarios, más atomizados y más extravagantes; por lo mismo nacen, mueren, mutan, se parten, etc., la mayoría de las veces por el único interés particulares de sus líderes del momento, por las rencillas personales entre sus dirigentes o «familias» de ellos o incluso por el simple capricho. No es descartable que llegue un momento en que esa pluralidad sea prácticamente individual de forma que cada ciudadano sea un partido; recuérdese que para crear uno basta con pocas firmas.
* Que «concurran a la formación y manifestación de la voluntad popular» no es cierto, sino más bien habría que decir que concurren a la manipulación de dicha voluntad, toda vez que realmente venden más e imponen lo que les interesa a ellos para llegar o mantenerse en el poder, que a la nación, al bien común; bien que de manera subrepticia con la ayuda de los medios de comunicación que le son o afines o dependientes.
* Tampoco es verdad que sean «instrumento fundamental para la participación política», porque hay otras formas de participación, bien que no interese reconocerlos a nuestra Constitución ni a la revolución global que se extiende con el Nuevo Orden Mundial.
* Que «su actividad sea libre dentro del respeto a la Constitución y a la ley» vuelve a no ser verdad desde que en nuestra nación se acuñó aquello de que «en democracia todo es posible sin violencia». Véase que se dice sólo en «democracia», aparcando lo del respeto a la Constitución y a la ley. Por esa falta de respeto, que nunca se ha sancionado, desde hace cuatro décadas proliferan, se alimentan del erario público e incluso son árbitros de la gobernación partidos manifiestamente anti-constitucionales que tampoco respetan las leyes, como son, especialmente, los secesionistas de todo pelaje; y no sólo ellos.
* Que «su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos», ni se ha exigido ni se ha puesto en práctica. Hasta ahora los cargos internos de los partidos se han señalado a dedo, incluso el del nuevo líder que siempre, y en todos los partidos, ha sido elegido sólo o por el saliente o por un reducido comité cuyos miembros estaban también elegidos a dedo, vulnerando con ello el principio de «sufragio universal» –ahora hablaremos de él– entre los afiliados del partido; los intentos de «primarias» han sido siempre cínicos y sólo de cara a la galería.
* Por último, para qué mentar la «disciplina de partido» o las «listas cerradas» a las elecciones o el que vivan de las subvenciones del Estado según el número de diputados que obtengan y no de las cuotas de sus afiliados –como los sindicatos de clase actuales–, etc., etc.
La falacia de tales principios revolucionarios, por mucho que se les quiera tildar de «democráticos», así como la permanente vulneración de los mismos, han dado lugar a que España se haya convertido en una partitocracia aberrante dirigida por una oligarquía de profesionales de la política. Que la escala de intereses sea la siguiente: primero la de los jefes de los partidos, después la del partido y sólo en último lugar y si coincide con esa dos, la de la nación, es decir, el bien común. Además, se prioriza la derrota a toda costa del partido contrario, por encima también del bien común, porque lo importante es llegar, como sea, al poder y mantenerlo. La corrupción absoluta en que estamos sumidos es consecuencia directa de lo dicho, de tal forma que incluso se ha politizado el sistema judicial para garantizarse, los políticos y sus partidos, la impunidad.
En su artículo 23 la Constitución dice que «Los ciudadanos tienen el derecho a participar en los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes, libremente elegidos en elecciones periódicas por sufragio universal.».
* El sufragio universal, ese «un hombre un voto», aunque suene muy bien, no implica, como sus defensores cantan, que el resultado sea realmente representación de la voluntad fidedigna de la sociedad, de la voluntad de los representados; tampoco la voluntad de la sociedad, suma de voluntades individuales, es garantía de verdad y acierto. El sufragio universal es abiertamente maleable y manipulable. El sufragio universal es la vía por la que las ideas más revolucionarias, en su sentido peyorativo, son inoculadas en una sociedad.
Su artículo 66, punto 1 la carta magna determina que «Las Cortes Generales representan al pueblo español y están formadas por el Congreso de los Diputados y el Senado.».
* De entrada hay que decir bien claro que una nación como España nunca se puede permitir el lujo de dos cámaras de representantes, aunque sólo sea por economía. Tampoco es ni válida ni necesaria esa pretendida representación regional (de las autonomías) que se achaca al Senado; hemos contemplando durante todos estos años la inacción de tal cámara, su manifiesta dualidad con el Parlamento, cuando no su inutilidad.
* Viene al caso, aunque no forme parte del artículo 66, pero sí lo relativo a la cuestión de la representación que abordamos, la inviabilidad de todo punto de vista de los parlamentos autonómicos. Ni una nación como España se puede permitir el lujo de costear diecisiete parlamentos regionales –alguno de ellos uniprovinciales–, con todo lo que ello implica, ni su existencia implica mayor ni mejor representatividad de los ciudadanos de esas regiones, sino todo lo contrario.
En su artículo 37 punto 2 se establece que «Los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo.».
* La negación del mandato imperativo es un concepto que pasó y pasa desapercibido por completo para los ciudadanos, pero que tiene una importancia vital; por ello los redactores de la Constitución, que tontos no eran y sabían lo que hacían, mejor decir el mal que querían hacer, lo incluyeron. Que el mandato no es imperativo, como establece la carta magna, significa que los representados no pueden exigir a sus representantes responsabilidad alguna, ni retirarle la confianza, ni mucho menos la representación. Es decir, que una vez elegidos, los representantes pueden hacer lo que quieran, pueden o no cumplir con el programa electoral o pueden cambiarlo para lograr «coaliciones» que les permitan acceder al poder a cambio de renunciar a parte de sus postulados por y para los que fueron elegidos, y sus electores no les pueden reclamar nada. Un mandato impositivo es aquel que, por ejemplo en la esfera del derecho, concede una persona (representado) a otra (representante) sólo y exclusivamente a unos efectos concretos y determinados, y de los que el representante deberá rendir cuentas al representado. Los partidos políticos y el sufragio universal son, asimismo, herramientas idóneas para hacer aún más imposible la existencia de un mandato impositivo, porque parecen –y lo son– hechos para diluir las responsabilidad. ¿Han visto en estas cuatro décadas alguna vez a algún líder o comité director de algún partido asumir la responsabilidad de los fracasos o de las corrupciones? Si alguna hubo fue tan escasa y poco clara que serviría de excepción para confirmar la regla.
Todo lo anterior, es decir, la asunción por nuestra Constitución de los conceptos revolucionarios –partidos políticos, sufragio universal, dualidad de cámaras y negación del mandato imperativo– definen lo que se denomina «democracia inorgánica». Por cierto, y antes de seguir, recordar que no es única –como se ha hecho creer en España sobre la base de repetir hasta la saciedad sólo la palabra democracia a secas–, sino que puede adoptar múltiples formas, todas ellas democráticas, según cada país estime que mejor le convenga. Así, tan democracia y tan democrática es la norteamericana, como la británica, la alemana, la francesa, etc., etc., pero si se tomaran los españoles la molestia de profundizar en ellas, no sólo verían que difieren unas de otras en muchas cosas, sino que incluso lo que aquí se tacha de entrada de anti-democrático desde hace cuarenta años, cuando no de franquista o fascista directamente –vivir para ver–, dichas democracias lo tienen más que a gala porque a ellos les va bien desde hace mucho, y no por ello consideran que no son democráticos.
Frente a la democracia inorgánica, en sus múltiples variantes, existe, lo que pocos saben, otra clase de democracia que es la denominada «orgánica», que es el concepto «tradicional» de la democracia. La democracia orgánica, en síntesis, es la que reconoce y garantiza tanto las libertades legítimas individuales como las de los cuerpos intermedios de los que aquellos forman parte como son las familias, los municipios, las corporaciones y los sindicatos. Así, no sólo no hay lugar a los partidos políticos, sino que los diputados llegarían a serlo por elección de cada uno de dichos estamentos sociales, directamente y con mandato impositivo; sin estar supeditados a disciplina de partido, libres para representar a sus electores. Está fue siempre, hasta el siglo XIX, la forma tradicional de representación en España. Sus ventajas sobre la democracia inorgánica en cuanto a realidad de la representación, libertad de los diputados para ejercer sus funciones y ahorro económico son muchas. Es, lo diremos bien claro, el sistema representativo que tuvo España durante los años de gobierno del Generalísimo.
Pero como quienes redactamos este artículo no vivimos en la irrealidad, ni nacional ni internacional, sino todo lo contrario, no nos vamos a extender en comparar entre los beneficios y perjuicios de una u otra forma de democracia –como en todo lo humano en realidad dependen de quienes las ejerzan–, pues somos conscientes de que ni a los españoles de ahora, ni mucho menos a la comunidad internacional se le puede convencer de que la aplicación de los conceptos revolucionarios de partidos políticos, sufragio universal, dualidad de cámaras y negación del mandato imperativo no son, ni mucho menos, los mejores para España, como la historia nos ha demostrado una y otra vez, la última actualmente.
Por eso, descartando por utópica la vuelta a una democracia orgánica, asumimos la inorgánica y vamos a continuación a concretar brevemente su mejor forma para España; recordando lo ya apuntado más arriba: democracias inorgánicas las hay múltiples, sin que por ello dejen de ser «democracia».
El sistema representativo democrático inorgánico más afín con nuestra idiosincrasia y experiencia tanto histórica como actual debería regirse por las siguientes pautas:
* Una única cámara de representantes; Cortes, Congreso o Parlamento, como se la quiera llamar.
* Los partidos políticos, para poder legalizarse, incluso los que ahora lo están, deberían asumir en sus estatutos, sin matices de ningún tipo, en la actualidad y en el futuro, sin posibilidad alguna de cambio, la nuva Constitución y la unidad e indisolubilidad de la nación; así como sus símbolos. Los partidos vivirían de sus propios recursos, permitiéndose donaciones privadas siempre y cuando se hicieran públicas.
* Asimismo, sus estatutos deberían recoger con toda claridad que sus líderes, comités directivos y candidatos serían elegidos por sufragio entre los militantes. El periodo máximo de permanencia en tales cargos sería de ocho años continuos o dos periodos de cuatro discontinuos. Tampoco podrían, una vez cumplido dicho periodo en un cargo, ocupar cualquier otro distinto; es decir, su carrera política habría terminado para siempre. No existiría disciplina de partido a la hora de votar en el Parlamento. Los dirigentes de cualquier nivel de los partidos estían obligados a acudir a todos los actos institucionales a que por razón de su cargo hubiera lugar.
* No tendrían representación parlamentaria los partidos que no alcanzasen, a nivel nacional, un porcentaje de votos determinado. No se permitiría acudir a las elecciones en coalición.
* Formaría Gobierno automáticamente el partido que más votos hubiera obtenido a nivel nacional.
* Cada cuatro años habría elecciones al Parlamento (o Cortes o Congreso) y, por ello, renovación del Gobierno. Al igual que en los partidos, no se podría ser diputado ni ministro más que ocho años continuos o por dos periodos de cuatro discontinuos, no pudiendo repetir ni en los cargos ocupados ni en otros; es decir, que su carrera como diputado o ministro habría acabado para siempre. Para la toma de posesión de sus cargos, la fórmula de juramento o promesa será única, obligatoria e inmodificable.
* Idénticas condiciones de elección y permanencia en sus cargos regirían para los alcaldes y presidentes de las Diputaciones provinciales.
(ver primero); (ver segundo); (ver tercero); (ver cuarto); (ver quinto); (ver sexto).
La Redacción
