Apuntes para la reforma constitucional (VIII): organización territorial.
…»Estado de las autonomías», un invento sin raíz ni fundamento en toda nuestra historia; un experimento…
Abordaremos en este, nuestro penúltimo artículo dedicado a la reforma constitucional, el espinoso asunto de la organización territorial; vamos, de las autonomías.
Para abreviar, les recomendamos que lean el Título VIII de nuestra Constitución que es el relativo a su organización territorial; seguro que muchos nunca lo han leído o, al menos, no en su totalidad, a pesar de que es, posiblemente, el que más incidencia tiene en nuestras vidas diarias.
En resumen, tal título consagra la existencia de municipios, provincias y comunidades autónomas. A todos los cuales dota de «autonomía»; palabrita ya de por sí más que resbaladiza.
Pues bien, si se lee con calma tal parte de nuestra carta magna apreciarán enseguida el batiburrillo que supone, la aplastante ambigüedad que la caracteriza y las enormes contradicciones que evidencia. Los redactores de la Constitución demostraron a lo largo de ella con creces y pruebas incontestables o su ignorancia o su estupidez o… su malicia; como tontos no eran nos quedamos con la última posibilidad.
Tal título fue el que dio pie al famoso «Estado de las autonomías», un invento sin raíz ni fundamento en toda nuestra historia; un experimento que en vez de hacerse con gaseosa se hizo directamente sobre nuestra nación, nuestra patria y nuestros lomos; y así ha salido.
Vayamos primero con las tan cacareadas, alabadas, magnificadas y ensalzadas autonomías que, por cierto, ningún país del mundo ha copiado, ni ganas que tienen; y no nos vengan con que son similares a los land alemanes y otras zarandajas parecidas porque no tienen nada que ver por mucho que se las quiera acercar.
A estas alturas de curso, máxime con lo que vemos en estos últimos meses, creemos que a nadie con dos dedos de realismo, de frente y un mínimo de patriotismo se le oculta que el experimento de las autonomías no sólo ha fracasado estrepitosamente, sino que ha sido manifiestamente dañino y tóxico para España.
Sobre la autonomías podemos hoy asegurar, entre otras muchas cosas, lo que sigue:
* Si se idearon para encajar en España a ciertas regiones díscolas, bien que sólo desde finales del XIX, nos referimos a Cataluña y Vascongadas, ha fracasado; si lo fueron para dinamitar definitivamente la unidad de España han triunfado.
* Si, como se dijo, con ellas se pretendía una mayor descentralización de la Administración estatal para hacerla más «democrática», por rebote de la «centralización» de la «dictadura», han fracasado; nada más lejos de la realidad, dicha pretendida «centralización» y, por ende, la «descentralización» autonómica esgrimida.
* Las autonomías, máxime conociendo el carácter individualista –y cainita– español, sólo han conseguido instaurar una manifiesta, permanente, insoportable y enloquecedora inestabilidad institucional.
* Si se nos vendió que con ellas llegaba la «cercanía» de la administración a los ciudadanos, nada más lejos de la realidad; lo que ha ocurrido es que esa administración ha engordado, se ha triplicado, se ha complicado, solapado unas en otras y, con todo, su gasto y el número de funcionarios ha crecido de forma exponencial hasta límites aberrantes e insoportables para cualquier nación, más aún para nuestra pobre España. Hoy hay cuatro veces más funcionarios que cuando murió el Caudillo, mientras que la población sólo se ha multiplicado por 1,2; y la deuda pública, el 7 por ciento en 1975, ha alcanzado hoy el 100 por ciento.
* El conglomerado autonómico es uno de los mayores focos de corrupción de entre los muchos de los creados con la «democracia». Sus parlamentos, la pléyade de funcionarios, los organismo y las empresas autonómicas de todo tipo y para toda clase de extrañezas, etc., etc., son nidos de enchufes, de paniaguados, de pelotas, de espabilados, todos enfangados en escándalos bochornosos que así lo acreditan; la mayoría de los cuales terminan en juicios de los que poco o nada sale, a no ser distraer a la plebe durante algún tiempo con titulares llamativos, pero de los que, en realidad, los encartados terminan marchándose de rositas. Entre otras cosas porque el sistema judicial también está «autonomizado».
* Las autonomías, cual reinos de Taifas, andan constantemente unas con otras a la gresca por todo, por cualquier estupidez, con una saña, con una malicia, que no se ve ni en los enemigos más acérrimos enfrentados en una guerra. Las autonomías han conseguido hacer de España una nación encanallada, cainita hasta la médula, han conseguido sacar de los españoles lo peor de nosotros. Ni los señores feudales de la Edad Media se combatían con tanta saña como las autonomías lo hacen todos los días.
* La cuestión lingüística autonómica ha llegado a niveles de psiquiátrico. En algunas de ellas se ha prohibido de facto el español y, no contentos con ello, se persigue su uso y, encima, no sólo sin que nadie haga algo, sino que el propio Tribunal Constitucional lo ampara. España es una torre de Babel tan estúpida como aquella de la que nos habla la Biblia.
* Las autonomías son verdaderos cacicazgos donde el «barón» de turno –apelativo acuñado ante la pasividad de todos, pero que lo dice todo de lo que son las autonomías– hace y deshace a su antojo; sólo falta reconocerles el derecho de pernada.
* Con las autonomías, la identidad nacional española, la historia de nuestra nación, nuestras tradiciones, en fin, lo que hemos sido y somos, se ha desintegrado. Las autonomías han hecho desaparecer de las almas, de las mentes y de los corazones de los españoles todo rastro de españolidad para sumirnos en un provincianismo catetil propio de países culturalmente subdesarrollados.
* Las autonomías han hecho desaparecer nuestros símbolos nacionales, han exaltado los suyos que nunca lo fueron, han adoctrinado malévolamente a las generaciones nacidas con la Tra(ns)ición, han lavado el cerebro de chicos y grandes, han creado analfabetos fanatizados, han dañado a sus ciudadanos de forma que hoy podemos asegurar que hay varias generaciones que ya nunca tendrán remedio.
* Todas las autonomías, en mayor o menor medida –estas últimas sólo por ahora– caminan hacia la secesión, única forma de que los dirigentes de los partidos políticos en ellas puedan subsistir, poniendo en práctica aquello de «mejor cabeza de ratón que cola de león». Eso sí, no duden de que cada autonomía secesionada –de hecho ya son– será un mini Estado dictatorial, totalitario, una satrapía dirigida con mano de hierro por «demócratas».
* Las autonomías son el foco y el alimento de la anarquía que domina hoy España. Nadie obedece ninguna ley, todas se la saltan a la torera, nadie se sujeta a una disciplina, todas va a ver por dónde pueden escabullirse, han convertido a España en una nación donde reina la más absoluta inseguridad jurídica, legal, contractual, etc., etc.; ni Bakunin soñó, en sus mayores delirios, con llegar a tanto.
* Eso sí, con el dinero de… las otras autonomías; cada autonomía quiere lo suyo más lo de las demás; todas se agarran a la ubre de la vaca a la que quieren descuartizar, aunque eso la deje seca.
* Las autonomías han convertido a España en un enigma, en un ente incomprensible, en un socio no fiable, en un país intratable carente de prestigio, fuente de desconfianza, con alguien con el que no se puede contar, cuyas partes van por el mundo poniéndose a parir unas a otras, vendiendo sus productos sobre la base de boicotear los de las otras.
* Las policías autonómicas son rebeldes al Estado, enemigas de las fuerzas de seguridad y las fuerzas armadas estatales; actúan peor que las de los estados federales.
Y mucho más que se podría decir. Estamos convencidos de que dentro de quinientos años, cuando la Historia se escriba como debe ser, desde Juan Carlos I, o sea, desde el rey, esta vez incluido, abajo, no quedará títere con cabeza y los historiadores sabrán reflejar con seriedad y valor la aberración, la estupidez y la traición que constituyeron las autonomías.
Asimismo las competencias con que, buscando también su autonomía, se dotaron a los ayuntamientos. De proporcionales cierta capacidad de decisión, se ha llegado a convertir a cada ciudad y a cada pueblo, hasta al menor de ellos, en un «estado». No hay alcalde que no se crea Napoleón, que emita bandos sobre todo, que opine y decida hasta sobre política exterior; y si es posible en contra de la del Gobierno, mucho mejor. Los ayuntamiento, en vez de dedicarse a lo suyo, o sea, a que funcione la limpieza, el alumbrado, el mantenimiento y poco más, promocionan «talleres» hasta de encaje de bolillos, «integran» inmigrantes, acogen refugiados, se «hermanan» con otros ayuntamiento extranjeros, opinan institucionalmente sobre las elecciones norteamericanas, y un largísimo etcétera muchas veces hasta ridículo. Eso sí, con el dinero de sus ciudadanos y del Estado. La mayoría están en quiebra técnica, pero siguen gastando; siguen haciendo obras faraónicas que luego se pudren al raso; crean empresas sólo para enchufar a sus amigos; tienen «asesores de confianza», coches oficiales y, además blindados –y no hablamos sólo de grandes ciudades, sino de pueblos– y toda una retahíla de inventos inútiles con tal de que el alcalde y su partido se den lustre, unos cuantos puedan meter la mano en la caja y… mañana más.
Por todo ello, y por mucho más que nos negamos a relatar aquí por no alargar este artículo, y porque todos ustedes lo saben de memoria, la nueva Constitución tendría que borrar del mapa su Título VIII por completo.
Tendría que reflejar que la estructura territorial del Estado español la forman los municipios y las diputaciones provinciales; ojo: provinciales; ni siquiera regionales. Y limitar las competencias de unos y otras a lo normal, a lo eficaz, a lo efectivo de sus lógicas dinámicas.
Un apunte que sí queremos dejar bien claro en este asunto. En España se vienen magnificando las «diferencias regionales» desde el siglo XIX como si fueran reales o una cosa propia; hasta el punto de que los secesionismos proceden de tal magnificación. Pues bien, no es verdad. Todas las naciones de mundo, todas, tienen numerosas y grandes diferencias regionales. Por ejemplo ¿en qué se parece un siciliano a un milanés? En nada. ¿En qué se parecen un tejano y un neoyorkino? En nada. ¿En qué se parecen un marsellés y un normando? En nada; etc., etc. Pero ninguno de ellos discute ni la unidad de sus respectivas naciones, ni sus símbolos, ni sus administraciones centrales, ni nada de nada.
Basta ya de contemplaciones estúpidas e «históricas» que, además de anacrónicas, son perjudiciales porque promueven la desigualdad entre los españoles; es decir, que atentan directamente contra ese principio de igualdad que dice ser pilar de nuestra Constitución. No a los fueros, no a los cupos, no a cualquier norma diferenciadora, no a unas cosas son así en Barcelona y así en Madrid, no, no y no. Un único idoma; los dialectos regionales, que es lo que son, que los use quien lo quiera, pero no en lo oficial. Una sola bandera y un sólo himno; esos que se han dado en llamar «autonómicos» –todos un invento sin raices– en ningún caso oficialmente. Y si se autorizaran en algo, con grandes restricciones y efectivas; y seimpre la bandera y el himno de España por encima, bien destacados. Nada de «Estado federal», ni «confederal», ni otras mentiras que sólo buscan engatusar a los listos, engañar a los tontos y acabar con España. Hasta los países federales, como los EEUU, o Alemania, por ejemplo, tienen lo anterior bien claro, y por ello no dejan de ser democráticos y tener su descentralización en la medida en que no perjudique a la nación.
España tiene que lograr, con la nueva Constitución, enfrentarse a sus demonios y aniquilarlos. Todos iguales ante la ley y ante todo. Una sola nación, una sola bandera, un solo himno, un solo idioma, una sola patria.
Los ayuntamientos con competencias sólo en lo suyo, es decir, en ofrecer a sus vecinos los servicios de limpieza, alumbrado y seguridad propios, ni uno más; las diputaciones provinciales lo mismo a nivel provincial, y el Estado en lo estatal y como coordinador de los anteriores. ¿Centralismo? Pues sí, en la medida en la que sea conveniente y necesario, en la medida en que beneficie a todos, al bien común. ¿Descetralización administrativa? –ojo: administrativa–, sí, claro, también, como en todo el mundo, en lo que se pueda, se deba y sea lógico, pero sólo en eso.
A ver si nos enteramos de una vez que la unión hace la fuerza, y que la «descentralización» hasta la disolución y desaparición como nación llevará a las partes «descentralizadas», disgregadas, disueltas, a la desaparición igual que a España.
Esta casta de profesionales de la política nos vendieron las autonomías y todo lo que han conllevado sólo para montarse un chiringuito inmenso del que poder vivir, y muy bien, a costa de los demás; hay que tirárselo abajo.
(ver primera); (ver segunda); (ver tercera); (ver cuarta); (ver quinta); (ver sexta); (ver séptima)
Mañana la última entrega.
La Redacción
