Relato biográfico de un Capitán de Carabineros

En 1934 Manuel Moreno era teniente de carabineros, el cuerpo por entonces responsable de la vigilancia de las fronteras, aduanas y la represión del contrabando. Estaba destinado en Castro Urdiales, villa marinera situada en la costa oriental de Cantabria. Vivía, junto con su mujer y su numerosa prole, en una casa de dos plantas en las afueras de la población.
Era una familia andaluza pero que se había adaptado bien a los paisajes verdes con cielos grises y al clima templado y húmedo de la cornisa cantábrica. Si Manuel añoraba alguno de sus numerosos destinos anteriores, ese era Casares, un pueblecito enclavado en lo más intrincado de la serranía malagueña. Allí había nacido su hijo Paco, y allí había hecho amistad con un notario llamado Blas Infante, persona culta y con grandes inquietudes, impulsor del movimiento político andalucista. Con él compartió tertulias y tardes de campo y caza.

Corrían malos tiempos para España y en el mes de octubre estalló la huelga revolucionaria en Asturias y en el resto de España. El Gobierno de la nación declaró el estado de guerra en todo el país. En los alrededores de Castro Urdiales había varios pueblos que vivían de la minería y resulta fácil comprender que una parte de la población simpatizase abiertamente con el levantamiento revolucionario. El orden público corría peligro y si el teniente Moreno, a la sazón comandante militar de aquella plaza, no tomaba las medidas necesarias para evitarlo, la sangre podía empezar a correr en cualquier momento.

Con el reducido grupo de carabineros que tenía a su cargo dispuso patrullas y retenes de vigilancia en puntos clave. También redactó y publicó un bando en el que, debido al estado de guerra, se limitaban las libertades de reunión y expresión. Luis Artiñano, un vecino adinerado que con anterioridad ya había sido objeto de amenazas y temía por su vida, ofreció su coche y sus servicios como chófer a los carabineros. El teniente Moreno aceptó inmediatamente la propuesta. Un vehículo sería de gran ayuda para que los guardias pudieran presentarse con rapidez allí donde hubiera un conato de tumulto. Por otro lado, Luis estaría permanentemente vigilado y nadie tendría oportunidad de darle el tristemente denominado «paseo» ya conocido en aquellos años.
Al llegar la noche, aunque no habían ocurrido actos de violencia importantes, la tensión se mascaba en el ambiente. Manuel pasó por casa a ver cómo se encontraba la familia. Temía que les pudiera pasar algo, así que se dirigió a su dormitorio. De un cajón sacó una pistola, le puso un cargador con balas, y se la entregó a Arturo, el mayor de los hijos que aún vivía con ellos y que contaba 16 años. Le explicó cómo usarla y le dijo que montara guardia, con discreción y bien abrigado, en el balcón del primer piso. Al menor indicio de peligro debería disparar al aire, tras lo cual él vendría rápidamente en el coche junto con algunos de sus hombres.
Era la primera vez que Arturo cogía un arma y sintió un escalofrío. Le pareció grande y pesada, pero se enorgulleció de la confianza y la responsabilidad que su padre depositaba en él. El teniente Moreno abandonó la casa para continuar durante una noche interminable su labor de prevención de sabotajes, incendios, agresiones, saqueos o asesinatos.
Arturo, agazapado en el suelo del balcón, a oscuras, oculto a miradas exteriores, se defendía del frío y la humedad con una manta. En el interior de la casa todas las luces estaban apagadas, pero solo sus hermanos pequeños dormían. Su madre y sus hermanas rezaban.

A eso de las tres de la mañana el cansancio y la tensión acumulada hacían muy dura la lucha por vencer el sueño. Algún petardo que de vez en cuando tiraban en el pueblo le ayudaba a mantenerse despierto. De repente oyó un ruido nuevo, como si alguien que estuviera rondando la casa hubiera tropezado con algo. El sueño desapareció al instante. Arturo se quedó inmóvil, en el más absoluto silencio pero con los ojos y oídos muy abiertos. A través de los barrotes del balcón, en medio de la oscuridad, distinguió unas sombras moviéndose muy cerca de donde él se encontraba.
Pensó que era el momento de disparar, pero dudó. Nunca lo había hecho antes, aunque sí que se lo había visto hacer a su padre. Se preguntó si tendría fuerza suficiente para controlar el retroceso del arma, o si podría herir a alguien accidentalmente. Debía actuar rápido y así lo hizo. Dejó la pistola en el suelo, al lado de un tiesto con geranios. Cogió el tiesto con las dos manos y lo tiró por encima de la balaustrada. Los merodeadores, al oír el aparatoso golpe que produjo al estrellarse contra el suelo, se sintieron inesperadamente descubiertos y desaparecieron con rapidez en la noche.
Aún no había amanecido cuando Manuel regresó a casa. Le contaron el incidente y, preocupado, decidió inspeccionar los alrededores en cuanto hubiese un poco de luz. Apenas había andado unos pasos cuando, en el suelo, junto a una pared próxima al lugar donde Arturo había montado guardia, encontró un pequeño hoyo excavado en la tierra. En su interior, aún sin enterrar, vio un paquete de cartuchos de dinamita abandonado. Habían intentado volar la casa con toda la familia dentro, pero la oportuna intervención de Arturo les había salvado la vida.
En Asturias, la huelga revolucionaria fue violenta y con violencia fue reprimida. En Castro Urdiales, el teniente Manuel Moreno consiguió, trabajosa pero felizmente, mantener el orden público evitando el derramamiento de sangre. Por ello fue propuesto a la Medalla al Mérito Militar y poco después obtuvo el traslado a Santander. Los comerciantes y otros vecinos de Castro Urdiales, cuyas vidas y bienes había preservado Manuel y sus carabineros, le organizaron una comida de despedida y le regalaron una foto firmada por los asistentes y enmarcada.

En julio de 1936 estaba a punto de ascender a capitán y su próximo destino iba a ser Sevilla. Pero, solo unos días antes de trasladarse allí con toda la familia, se produjo el alzamiento militar y a continuación comenzó la Guerra Civil. Santander quedó en zona controlada por el Gobierno de la República y Manuel, sin implicaciones políticas y con familia numerosa, permaneció en su puesto.
En los primeros días de la guerra hubo gente que intentó que le detuvieran y juzgaran por su actuación supuestamente represora de hacía menos de dos años en Castro Urdiales durante la huelga revolucionaria. Alguien en casa recordó que, unos años atrás, cuando Manuel estuvo destinado en Casares, le sacaron unas fotos en compañía de Blas Infante, que había sido fusilado por los rebeldes al comienzo de la guerra. En algún sitio se conservaban esas fotos que atestiguaban la amistad entre ambos. En caso de problemas graves podían servir como testimonio de los lazos que unían a Manuel con personas de prestigio ligadas a la República. Pero las fotos, aunque todos estaban seguros de que existían, no aparecieron. Por el contrario, la foto que sí encontraron y tuvieron buen cuidado de destruir fue la de la despedida de Castro Urdiales.

Afortunadamente, el caso llegó a oídos de Bruno Alonso, que era el comisario político de la flota republicana y se encontraba en Santander. Intervino a su favor manifestando que el capitán Moreno había cumplido con su deber en Castro Urdiales y lo volvería a cumplir en Santander. Esta oportuna defensa le libró de males mayores. Aún así, pasó amenazado los trece meses que transcurrieron hasta que las tropas de Franco ocuparon Santander. Por eso, cuando salía o volvía a casa, solía llevar la mano derecha metida en el bolsillo de la guerrera, mano con la que empuñaba discretamente una pistola montada. Temía que, en medio de tanto odio y violencia, en cualquier momento pudiera sufrir un atentado.
Manuel Moreno era un hombre educado y con más formación que la estrictamente militar. Tenía conocimientos de contabilidad, lo que, junto con suerte en los sorteos que periódicamente hacían los oficiales, le libró de ir al frente.

Durante los primeros meses de la guerra, estuvo al mando de una sección del muelle del puerto de Santander encargada de la custodia de los presos concentrados en el vapor Alfonso Pérez. Tuvo la suerte de ser nombrado jefe del Detall y segundo jefe de la Comandancia, solo unos días antes de que se produjera el primer bombardeo de Santander. Este bombardeo causó unos 90 muertos y fue seguido por una represalia sobre los derechistas cautivos en el buque Alfonso Pérez, en el que fueron asesinadas 155 personas. Manuel ascendió a capitán con antigüedad de enero de 1937 y pasó el resto de la guerra en Santander haciendo tareas administrativas. Quién sí fue alistado fue su hijo Arturo. No participó en combates y solo temió por su vida el día en que, encontrándose de guarnición en Santoña, villa de la costa cántabra, unidades en retirada provenientes del País Vasco desarmaron a sus compañeros del ejército republicano y luego se pasaron con armas y bagajes al ejército de Franco.
Cuando poco después las fuerzas republicanas fueron expulsadas también de la capital de Cantabria, el capitán Moreno desobedeció la orden de evacuación hacia Asturias y se quedó, ocultándose en el piso de un vecino, cónsul de un país centroamericano. Cuando se publicó una orden por la cual los mandos que habían servido a la República debían presentarse a las nuevas autoridades militares, la obedeció.
Para su sorpresa, fue muy mal recibido. Lo que se esperaba de un capitán de carabineros al producirse el alzamiento era que hubiera abandonado a su familia y se hubiera unido al ejército nacional. Debía pagar sus culpas por no hacerlo. Fue separado del servicio, quedando sujeto a información y en situación de disponible gubernativo. Nuevamente se acordaron de las dichosas fotos de Manuel con Blas Infante y volvieron a buscarlas con ahínco, esta vez con la intención de destruirlas. Pero las fotos siguieron sin aparecer y pronto se volvieron a olvidar de ellas.
Cuando llevaba cerca de un año esperando que se resolviera su situación, le llegó un oficio informando de que al día siguiente sería juzgado. Tenía suerte, puesto que no se le imputaba ningún delito de sangre. Por eso el fiscal militar no solicitaba para él la pena de muerte, aunque sí una condena a muchos años de cárcel. Le nombraban un abogado de oficio pero que debía defender en el mismo juicio a otros diecisiete imputados, para varios de los cuales sí que se pedía la pena capital. Así que no era probable que pudiera hacer mucho por ayudarle.
Arturo había vuelto a casa y ante el drama que se estaba produciendo en su familia volvió a sentir la necesidad de actuar y rápido. Lo hizo y durante toda una noche recopiló documentos y escribió un extenso alegato en defensa de su padre. Era absurdo que tras una larga trayectoria profesional, intachable, siempre honesta y eficaz, pudiera acabar pudriéndose en una prisión por el simple hecho de haberse encontrado en Santander, y no en Sevilla o cualquier otro lugar, cuando estalló la guerra. A la mañana siguiente se lo entregó al abogado de oficio, que se sintió aliviado al ver la ayuda que recibía en su trabajo. En el juicio, el defensor leyó el texto preparado por Arturo y consiguió que a Manuel le condenaran a una pena menor que la solicitada por el fiscal. Aún así, la condena fue de 20 años de reclusión temporal por el delito de auxilio a la rebelión militar, curiosa acusación en su caso, que llevaba aparejada la expulsión del cuerpo de carabineros. Sin embargo, el propio auditor del Ejército disintió de la sentencia y esta fue revocada y reducida a 12 años y un día.


Manuel inició un periplo por las cárceles de la provincia de Santander sufriendo el rechazo que el resto de presos republicanos dispensaban a los militares profesionales. Las duras e insalubres condiciones del cautiverio le provocaron una erisipela, enfermedad infecciosa que estuvo a punto de costarle la vida. Con Manuel en la cárcel, la familia sobrevivió en la posguerra con grandes penurias y desempeñando los más variopintos oficios. Hicieron desde tricornios para la Guardia Civil hasta decorados para escaparates. Todos arrimaban el hombro.
El excapitán de carabineros Moreno se benefició de un indulto que le redujo la pena a 3 años y un día y a finales de mayo de 1940 salió de la cárcel. Luis Artiñano, el dueño del coche que había usado en Castro Urdiales para patrullar durante la huelga revolucionaria le dio un empleo temporal como contable.
Para desgracia de la familia, un incendio que en febrero de 1941 asoló la ciudad de Santander tuvo como efecto secundario que los precios de los alquileres se disparasen. Manuel y su familia tuvieron que mudarse a una vivienda mucho más pequeña y la vida se hizo aún más dura. En verano, los hijos más pequeños comenzaron a ir a los campamentos de la OJE, porque allí al menos tenían asegurada la comida.
Arturo consiguió empezar a trabajar como administrativo en el Sindicato Vertical y después pluriemplearse como locutor en Radio Santander. Pero la situación seguía siendo difícil y un día planteó poner a trabajar a dos de sus hermanos menores, entre ellos a Paco, el que había nacido en Casares, de aprendices en la peluquería de un amigo. Tras meditarlo mucho, el resto de la familia, en particular las hermanas mayores, se opuso. Los chicos eran buenos estudiantes y valía la pena darles la oportunidad de continuar formándose. Algún día quizá pudieran incluso hacer una carrera y mejorar su posición.

Aquella intervención cambió, para bien, la vida de unas personas, e indirectamente y como consecuencia, también la mía. Porque, me parece que no lo he dicho antes, Paco sería mi padre, Arturo mi tío y Manuel Moreno mi abuelo. Manuel nunca se reincorporó a su puesto en las fuerzas de seguridad pese a que, tras años de recursos a la Administración, logró que se le conmutara la pena a la que fue sentenciado por una menor que llevaba aparejada la suspensión, pero no la separación del servicio. De este modo volvió a ser militar, aunque en la reserva y luego retirado, ascendiendo por antigüedad no solo a capitán sino a comandante. También le devolvieron las condecoraciones que le habían sido retiradas. Así logró que, tras su fallecimiento, mi abuela pudiera cobrar una pensión.
La mayor parte de la familia ya no se movió de Santander. Arturo se convirtió en uno de los locutores más populares y queridos de Cantabria, sobre todo por su organización de numerosos programas benéficos. En 1960 recibió el prestigioso Premio Ondas. Paco siguió estudiando y fue el primer miembro de la familia que consiguió acabar una carrera universitaria.
Por cierto, las fotos de mi abuelo con Blas Infante terminaron apareciendo años después, traspapeladas entre las páginas de un libro viejo. Ahora son un recuerdo de días lejanos, unas veces felices y otros amargos. Pero ya nunca más serán de utilidad en ningún juicio.
Para Ejército

Buen artículo con información de primera mano.
De él y de lo que se dice me surgen algunas consideraciones:
* Este teniente estuvo como segundo jefe de la Comandancia cuando los lamentables y terribles hechos del buque prisión ¿No pudo evitarlos? ¿No quiso’ ¿Se inhibió?
* Su posterior andanza es una prueba más de que tras la guerra se hizo justicia, no represión, pues se moderó hasta el extremo cualquier posibilidad , dentro de lo humanamente posible, de venganzas, lo que no ocurrió, sino todo lo contrario por parte de los aliados en Francia, Italia y Alemania, tan demócratas ellos.
Al no sublevarse, incurrió en rebeldía conforme a los código de justicia militar de la propia República, de ahí su enjuiciamiento como el de tantos; justo sin duda.
Luego, la dureza de la vida en la posguerra española lo fue para él, pero para como para todos; normal tras una guerra y más con la II Mundial y su propia posguerra.
Pero nadie le puso pega para que se reintegrara a la vida y se ganara el pan con el sudor de su frente. Ese fue el hoy tan denostado franquismo.
¿Ocurrió lo mismo en la URSS y países del Este europeo? ¿Y en los países que los aliados «demócratas» ocuparon?
Aparte de la historia de este hombre, el artículo, a mi entender, da para mucho si se lee entre líneas y se sacan conclusiones.
Honor y Gloria a un hombre bueno, y a un militar profesional, cuando la milicia era una religión de hombres honrados, en acertada expresión del también militar, don Pedro Calderón de la Barca.