Richard Wagner, metafísica y drama (I/II)

Un estudio (otro) del artista decimonónico total por antonomasia: Richard Wagner, compositor y filósofo; en esta primera entrega se abordarán los vínculos del autor de “Tristán e Isolda” con Beethoven, Schopenhauer y Nietzsche.

Si el siglo XIX musical resultaría inconcebible sin la figura colosal de Ludwig van Beethoven, el sinfonista, otro tanto podría decirse del siglo XX sin ese otro coloso que fue Richard Wagner, el operista; no es símil peregrino, sino evidencia a menudo silenciada. Si Beethoven arranca del clasicismo dieciochesco -y lo amplifica y trasciende, añadiéndole innúmeras riquezas, abriendo así las puertas del nuevo siglo-, Wagner parte de parejos modelos a la par que cede a las modas prototípicas decimonónicas -mas para inyectar a sus primeras tentativas un impulso progresivamente experimentador, de puro personalísimo-.

De morir a los treinta años de edad, Beethoven habría quedado para la posteridad como el autor del Septimio y de la Primera Sinfonía, pero difícilmente podría haber sido considerado “el mayor compositor de su tiempo”, como insisten los manuales desde tiempos de Romain Rolland: hubiera resultado, con toda justicia, el más aventajado de los sucesores de Haydn -y, si se quiere, del celestial Mozart-, mas sus logros podrían tildarse de “relativos”. De extinguirse al frisar la treinta, similar suerte hubiera corrido Wagner: figuraría, a lo sumo y tras Meyerbeer o Halévy, como un vigoroso exponente de la gran ópera por su Rienzi, pero su música no correría -al menos hoy por hoy- mejor suerte que la de estos insignes compositores.

Nos encontramos, en efecto, ante dos creadores de evolución lenta, que maduraron a lo largo de toda su vida unas ideas musicales no por complejas y ambiciosas menos duraderas en el tiempo. Beethoven y Wagner “añadieron” a la aparente espontaneidad de la música del clasicismo el genio racional, el motor de ideas subyugantes siempre renovadas: ya no bastaba con escribir música agradable y perfecta, ni siquiera trasmitir las más complejas emociones interiores como hiciera Mozart: era preciso abrazar un ideal de alcance universal: llevaron la filosofía al pentagrama, el pensamiento al drama.

Beethoven fue el primero en hacerlo de manera más o menos explícita: la Quinta Sinfonía, esa obra maestra oficial desgastada por programas tópicos y repentizaciones rutinarias, se perfila como uno de los mejores exponentes del Gran Estilo, del Absoluto Filosófico-Musical, aunque estos conceptos no sean sino convenciones de buen tono.

El anillo de los Nibelungos

En el caso de Wagner, la idea era corregir y aumentar, en esencia, tales impulsos: el resultado final sería la Obra de Arte del Porvenir, la Obra Total, y para ello Wagner se serviría del medio teatral, entendido como una superación y/o prolongación de la música sinfónica, privada del texto del dramaturgo, de la voz desgarrada de los personajes en toda su expresión, medio para el que el Gran Sordo no había nacido [1]: emergía así el drama metafísico y cosmogónico, superación de la mera filosofía bajo las formas del Arte más elevado.

Como podemos dilucidar, el diálogo entre sendos genios -Beethoven/Wagner- se diría mutuo, en tanto suponen lo más granado, la más consumada expresión de la época que les tocó vivir. Sin embargo y para nuestra suerte, tanto Beethoven como Wagner superaron esa treintena y sus inmediaciones -tumba de tantos maestros europeos: Mozart, Schubert, Bizet– sobre la que líneas atrás hemos especulado, pudiendo desarrollarse debidamente en el tiempo.

Anotadas estas consideraciones liminares, no es indiferente apuntar que Richard Wagner es -junto al mentado Beethoven- el mayor creador sonoro del siglo XIX y, también, la personalidad musical más influyente, incluso determinante, de los últimos dos siglos. Plantear siquiera la música del siglo XX sin su arte sería inconcebible: Claude Debussy y Arnold Schönberg, los mayores innovadores del nuevo siglo -dejando al margen a Stravinsky, a quien el influjo wagneriano le afectó de diferente modo-, surgen naturalmente de su tronco: la melodía liberada del Preludio a la siesta de un fauno del francés, obra estrenada en el temprano año de 1894, “brota” del cromatismo de la Tetralogía; las primeras obras maestras de Schönberg, Noche transfigurada, los Gurrelieder, prolongan explícitamente la estela wagneriana, exacerbando sus características técnicas -y metafísicas-, y anunciando ya el expresionismo. Pero la sombra proyectada por Wagner no termina en estos dos ilustres precursores de la música de nuestro tiempo: la lista de seguidores o imitadores atraviesa toda Europa, alcanzando el Nuevo Mundo. Y algunas de las mentes musicales más eximias del periodo 1860-1940 –Liszt, Franck, Bruckner, Mahler, Chabrier, Scriabin, Richard Strauss-[2], acudirán a beber asiduamente a las fuentes de Bayreuth cual fieles vasallos de la causa wagneriana. Pocas veces un estandarte ha tenido tan devotos freiles [3].

Tristán e Isolda

Mas el gran discípulo de Wagner, su igual en el plano de los abismos de la mente, no fue otro que Friedrich Nietzsche. En efecto, el autor de El nacimiento de la tragedia contribuirá en gran medida a repensar la música wagneriana como fenómeno filosófico de primer orden. Tomando la ópera wagneriana como sucesora legítima y natural de la tragedia griega, Nietzsche vindicará la obra de Wagner como el producto más sublime del Gran Arte; a propósito de Tristán e Isolda, el filósofo escribirá: “Todavía hoy busco entre todas las artes una obra poseedora de una seducción tan peligrosa, de una infinitud tan dulce, tan terrible, como Tristán. Los misterios de Leonardo da Vinci se despojan de su magia en cuanto suena la primera nota”. Es aquí donde conviene analizar el legado de Wagner: a la luz del pensamiento filosófico de su tiempo.

Pese a los múltiples vasos comunicantes que aúnan unas disciplinas con otras en el diálogo perpetuo de los tiempos, música y filosofía rara vez no han ido de la mano, sobre todo desde que en el siglo XVIII la fiebre ilustrada pretendiera englobar/identificar sendas parcelas en la persona de Jean-Jacques Rousseau, filósofo y también compositor diletante [4], aunque para el megalómano autor de las Confesiones, su genialidad como creador de música fuera una realidad (algo que hoy sin duda se nos escapa). Así y todo, este interés por la música desde la filosofía deberá esperar al siglo XIX para madurar debidamente. Sin duda, los filósofos más significativos a este respecto son Schopenhauer y el mentado Nietzsche. Centraremos nuestra atención en estas personalidades, ya que su relación con Wagner resultará considerable, bien directa, bien indirectamente.

Arthur Schopenhauer

Arthur Schopenhauer, denominado por los turistas de la filosofía “el filósofo pesimista” (sic) fue un hombre de una vitalidad asombrosa. Le gustaba la música alegre y contundente, melódica: sus ídolos eran Mozart y Rossini. ¿Puede haber algo más alejado entre la presunta divisa filosófica de Schopenhauer y una ópera bufa del calibre de El Barbero de Sevilla? La respuesta queda fuera del objetivo de este escrito, pero la apuntamos. Su influencia sobre Wagner se debe básicamente a su obra magna El mundo como voluntad y representación. Con este monumental texto, a su vez prolongación y depuración del germinal De la cuádruple raíz del principio de razón suficiente, Schopenhauer llevaba al límite de sus posibilidades su peculiar sistema filosófico, mucho más libre y fluctuante que los opúsculos análogos de Hegel. Wagner, profundamente impresionado tras esta lectura, encontraría en el tema de la redención por medio de la piedad su principal motivo de inspiración.

Friedrich Nietzsche era un melómano más profundo, más hermético, y quizá por ello menos sistemático. En principio, ambicionaba la creación musical, y probó fortuna al piano, para el que escribió un puñado de piezas, de lieder, que dejaban entrever un talento especial. De 1882 data su última obra musical, y acaso la más notable, Oración a la Vida, devenida un lustro después Himno a la Vida en un arreglo para coro y orquesta. El 17 de mayo de 1869, en Tribschen, Nietzsche visitará a Wagner, fructificando al poco la amistad entre ellos. Será el comienzo de una relación de amor-odio progresivamente turbulenta, y que se prolongará hasta el fallecimiento del segundo. Ni que decir tiene que las consecuencias de esta amistad repercutirían negativamente sobre el impulso creador musical de Nietzsche, a quien el coloso eclipsaría con su luz incandescente… [5]

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NOTAS

[1] El propio Wagner, con especial clarividencia, así lo entendía, tal y como nos relata en su Carta a Federico Villot (15 de septiembre de 1860), donde se explica en estos términos: “…comparad la riqueza infinita, prodigiosa, que ofrece en su desenvolvimiento, una sinfonía de Beethoven con los trozos de música de su ópera Fidelio, y al momento comprenderéis cuán cohibido se veía aquí el maestro, cuán sofocado y cuán imposible le era llegar a desplegar su potencia original; así, como si quisiese abandonarse, una vez al menos, a la plenitud de su inspiración, ¡con qué furor desesperado se lanza a la obertura esbozando un número de una amplitud y de una importancia hasta entonces desconocida! Este único ensayo de ópera le llena de disgusto; no renuncia, empero, al deseo de encontrar por fin un poema que abra ancho sendero al desenvolvimiento de su potencia musical. El ideal flotaba en su pensamiento”.

Cósima Wagner

[2] Figuras que, pese al influjo wagneriano que operó en ellas, no conviene subordinar a Richard Wagner, del que son algo más que meros seguidores y/o epígonos, como el visionario y arrollador Franz Liszt, un creador de casi igual talla, y cuyas últimas obras maestras fueron incomprendidas incluso por el propio Wagner: “Ni Richard Wagner ni su esposa Cosima, hija de Franz, entendieron la audaz estética de esa pieza memorable [se refiere a La góndola fúnebre]. Pensaban que Liszt (amigo y padre) se estaba encaminando, con esas obras, hacia los dominios de la locura. De hecho estaba rebasando el marco armónico convencional en que se movía su yerno, a pesar de los celebrados acordes tristanescos y de sus deslizamientos cromáticos. Ni Wagner ni Cosima apreciaron en todo su valor la música de Franz Liszt, que estaba construyendo la cuna de la música futura”, véase TRÍAS, Eugenio, La imaginación sonora. Argumentos musicales, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2010, p. 271.

[3] La lista de seguidores de Wagner no termina aquí; podríamos añadir, sin ánimo de exhaustividad, los nombres de algunos de ellos: entre los literatos, los puntales de la escuela francesa, Charles Baudelaire, Paul Verlaine, Stéphane Mallarmé, Marcel Proust, Auguste Villiers de l’Isle-Adam, Romain Rolland, Paul Claudel, etc.; y entre los músicos, Hugo Wolf, extraordinario autor de lieder y uno de los más tenaces defensores de la causa, encendido crítico musical; Vincent d’Indy, el discípulo más vigoroso de Franck y el más wagneriano de la escuela francesa; Engelbert Humperdinck, cuya ópera Hänsel y Gretel todavía goza de cierto eco en el repertorio; Peter Cornelius, que abrazó la causa wagneriana a la par que la moda orientalizante en su ópera El Barbero de Bagdad; Albéric Magnard, sinfonista vigoroso y wagneriano muy dotado en su única ópera, Guercoeur; Siegfried Wagner, hijo de su padre, que imitó con cierta pericia el inimitable estilo de éste en una serie de poemas sinfónicos y de óperas sin numen… Junto a ellos, Ernest Reyer, Camille Saint-Saëns, Eugène d’Albert, Henri Duparc, Ernest Chausson, Hans Pfitzner, Max von Schillings, August Bungert, Victorin de Joncières y un largo etcétera de personalidades hoy olvidadas, habrían de laborar con mayor o menor fortuna e intensidad en unos empeños que rezumaban wagnerianismo por doquier.

[4] En efecto, Rousseau abordó la creación musical con efectiva pericia, al menos en su ópera Le Devin du village, pero pocos más títulos pueden citarse como refuerzo en una producción relativamente menor. Si se ha sobrevalorado su significación en la historia de la música, ha sido más por su escrito polémico Lettre sur la musique françoise que por otra cosa.

Wagner componiendo

[5] Prolifera en la actualidad, al menos entre los circuitos académicos, la tan osada como inútil costumbre de vincular y contraponer dos personalidades tan complejas como las de Wagner y Nietzsche, violentando así el fondo de sus naturalezas, a todas luces irreconciliables. Si el estudioso pertenece a la rama de la filosofía, de su sesudo análisis resultará seguramente vencedor Nietzsche; si por el contrario proviene del campo de la música, sus loas coronarán -a menos que intervenga la pura política- con toda probabilidad a Wagner. En definitiva: uno será -de algún modo- subalterno del otro. No es preciso añadir que en tan encarnizado combate póstumo, el vencedor oficial suele ser, por razones obvias, Richard Wagner. Pero no cometeremos nosotros la insensatez de caer en cualquier partidismo: no viene al caso aquí… Si como prosista de la lengua alemana Nietzsche es uno de los mejores escritores del siglo, y como compositor apenas ocupa un lugar anecdótico, en Wagner ocurriría lo contrario: sus escritos en prosa, verbalistas y predicadores hasta la aridez, quedan en un lugar muy secundario frente a su monumental producción musical. En Wagner, el teórico tiende a desaparecer. Y en Nietzsche, el compositor no es tenido en cuenta. Mas sin embargo no es posible calibrar del mismo modo sendas producciones: los escritos teóricos de Wagner son realmente importantes, tanto en volumen y extensión como en pensamiento, aunque su lectura diste -como en Nietzsche- de provocar placer en el lector; la música de Nietzsche, en cambio, es secundaria, con ideas propias, pero secundaria al fin y al cabo.

Parte I de II


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