Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo: una homilía imprescindible
Queridos hermanos:
Hemos escuchado en el Deuteronomio (Dt 8,2-3.14b-16a) que Dios alimentó al pueblo de Israel en el desierto con el maná, un pan bajado del cielo, que la Tradición de la Iglesia ha entendido como una figura que profetizaba la Eucaristía. Y en el texto del Evangelio de San Juan (Jn 6,51-59), tomado del sermón del “pan de vida”, Jesús se nos presenta como “el pan que ha bajado del cielo” para darnos la vida eterna. Nos dice que Él es el verdadero Hijo de Dios, enviado por el Padre para darnos la vida eterna, ofreciendo su Cuerpo y su Sangre. Esto sucede en el Sacramento de la Eucaristía que celebramos en esta solemnidad del Corpus Christi y que fue instituido por Jesucristo en la Última Cena como un anticipo de su Sacrificio en la Cruz, así como de su Resurrección y Ascensión.
En verdad, este “pan del cielo” y “pan de ángeles” (cf. Sal 77,24-25) es Jesucristo: Él alimenta espiritualmente a los ángeles que lo contemplan en el cielo y alimenta también la vida de nuestras almas cada vez que lo recibimos en la Eucaristía. Nos lo ha dicho San Pablo en la primera carta a los Corintios (1Cor 10,16-17): el pan que es el Cuerpo de Cristo y el cáliz del vino que es su Sangre nos unen a todos en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Quien come la carne de Cristo y bebe su Sangre, como el mismo Jesús nos dice, habita en Él y Él a su vez en aquel que lo recibe.
Pero no olvidemos que en cada una de las especies consagradas, tanto en el pan como en el vino, está realmente Cristo entero, y de ahí que la comunión bajo una sola de las dos especies sea verdaderamente comunión completa. Y en cada partícula del pan consagrado y en cada gota del vino consagrado, está realmente Cristo entero: Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. De ahí el deber de los sacerdotes de tratarlo con el mayor respeto y la máxima delicadeza; de ahí el deber de procurar que no se pierda ni una sola partícula y de purificar debidamente patenas, copones, cálices y todo aquello donde hayan estado las especies consagradas, y el deber de purificar asimismo allí donde por accidente pueda haber caído una Sagrada Forma o la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo.
Tenemos que ser conscientes de esta realidad maravillosa: en la Sagrada Eucaristía está realmente presente Jesucristo, el verdadero Hijo Unigénito de Dios hecho hombre para nuestra salvación. Al recibir la Sagrada Comunión, recibimos realmente a Cristo en nuestras almas y nos transformamos en Él, como decía San Agustín. Por eso, quiero recordar algunas disposiciones necesarias para recibir la Comunión.
En primer lugar, hacen falta unas disposiciones internas, fundamentalmente tres: estar en gracia de Dios, saber a quién vamos a recibir y cumplir el ayuno eucarístico de una hora previa a la Comunión. También son necesarias unas disposiciones externas, tales como el pudor, que es la custodia de la intimidad y que se manifestará en la decencia en el vestir a la hora de acercarse al Santísimo Sacramento. Otra disposición externa es la reverencia al comulgar; y cabe recordar cuatro motivos por los que la Comunión debería ser recibida en la boca y, si las condiciones físicas lo permiten, de rodillas.
La primera, por la reverencia y adoración que el Santísimo Sacramento merece, pues es a Dios a quien recibimos. En segundo lugar, porque las manos consagradas para tratar con las especies eucarísticas son las del sacerdote y, en todo caso, las del diácono. En tercer lugar, porque se evita mucho mejor la caída de partículas de pan consagrado al suelo o que sean llevadas al pelo o a la ropa, ya que en esas mínimas partículas está Jesucristo realmente presente. Y en cuarto lugar, porque se evitan mejor las profanaciones. Por estos motivos, la Tradición de la Iglesia afianzó la Comunión en la boca y de rodillas o con notorios signos de adoración en Oriente y en Occidente.
Para superar miedos nacidos por la pandemia, quiero recordar que son muchos los testimonios de médicos y enfermeras que han expuesto que el riesgo de contagio del coronavirus por la Comunión en la boca, con las debidas precauciones, es mínimo, e incluso menor que si se recibe en la mano: entre ellos, resalta el del Dr. Filippo Maria Boscia, presidente de la Asociación Italiana de Médicos Católicos, que podéis encontrar en internet. La experiencia del sacerdote es que se tocan muy pocas bocas al dar la Comunión y, por el contrario, casi siempre se tocan las manos de quien comulga en la mano. También deseo recordar que no se puede impedir la Comunión en la boca a quien desee recibirla, según las normas de la Ordenación General del Misal Romano (nn. 160-161) y varias respuestas de la Congregación para el Culto Divino y los Sacramentos. Confiemos además en que Jesús no va a contagiarnos: si tenemos verdadera fe y visión sobrenatural, miraremos las cosas de manera celestial.
Acerquémonos con confianza a Jesús Sacramentado, meditando lo que decía Fray Luis de León: “Él mismo es el sacerdote y el sacrificio, el pastor y el pasto, el doctor y la doctrina, el abogado y el juez, el premio y el que da el premio, la guía y el camino, la medicina, la riqueza, la luz, la defensa y el consuelo es Él mismo, y solo Él. En Él tenemos la alegría en las tristezas, el consejo en los casos dudosos, y en los peligrosos y desesperados el amparo y la salud” (De los nombres de Cristo, I, 7).
Que la Santísima Virgen María, la Mujer que llevó en su seno al Hijo de Dios, nos haga tomar conciencia de la grandeza de la Eucaristía y de las disposiciones adecuadas para recibir este Sacramento.

AMÉN.