Soberbia irracional, II. Cristianismo y sociedad política

En el siglo XIX hubo una inversión del pensamiento tradicional porque no se parte de aquel pensamiento de Sócrates: “La razón está por encima del sentimiento”.

Ahora, Enrique Bergson (1859-1941) representa esta metafísica llamada “vitalista”, porque se cimenta en el sentimentalismo vital. Según él, el sentimiento está por encima de la razón, que es como decir que el subjetivismo pretende crear la realidad, mirarla a nuestra imagen y semejanza y no como la imagen con que nos ha regalado el Creador.

Es pues, como ahora, el triunfo del subjetivismo contra el objetivismo, es el tantas cabezas como sentencias, es el “me parece, contra él opino, es lo que me gusta, contras lo que me demuestras, y si no, te llamo facha”.

Ya no se cree, así, ni en la evidencia ni en el sentido común. A esto está avocado el humano cuando renuncia al amor a la verdad y ve las cosas como quiere verlas, con el color del cristal que él mismo se fabrica, no en su razón sino en su voluntad.

Inteligencia y voluntad aquí se divorcian en ruptura escandalosa.

De estos lodos subjetivistas nacerán como obligada consecuencia el existencialismo y el nihilismo de Federico Nietzsche, que no podía desembocar sino en el absurdo de la nada, del ser o su anulación.

Martín Heidegger será su exponente, sosteniendo que “hay que estudiar al hombre, pero en el mundo que le rodea, no fuera o sacado de su entorno. Dice que la limitación del tiempo de la vida humana le convierte en un ser para la muerte. La angustia del humano le hace ser de la nada, de la que viene y a la que se dirige. Adapta la idea de la trágica desesperación. Todo es irracional e inexplicable y solo la vida cuenta, lucha sin victoria ni esperanza”.

La ausencia de fe sobrenatural y el vacío religioso es más que patético en estas visiones desesperantes. ¿No les suena esto al actual y trillado dicho de “a vivir que son dos días”?.

El existencialismo es “la filosofía de la muerte”. Filosofía que ha contagiado a tantos insulsos predicadores que tratan de consolar el duelo de los entierros con la consabida frase del “nacemos para morir”.

Para ese viaje no hacen falta alforjas. Con no haber nacido, ya estaría todo hecho y sin esfuerzos.

Si el libro, según éstos, tiene como la página más importante la que dice fin, no sabemos que tienen que pintar todas las voluminosas páginas, que según los existencialistas, las leen en blanco.

¿Para qué serviría el libro? Eso es lo que hay que preguntarles a ver si nos dan ideas más sustanciosas que la de la finitud de la última página.

A la decadencia del pensamiento se llega cuando se olvidan los puntos cardinales que iluminan la existencia humana y ésta no puede prescindir de la sana razón que se complementa e ilumina con la divina revelación, obligada sabiduría que responde a lo que la vista de la razón no alcanza ni puede alcanzar por sí misma, porque para ello tendría que ponerse a la altura de la inteligencia infinita, que como potencia creadora ha de estar ineludiblemente por encima de todas sus creaturas.

Lo finito no puede crearse a si mismo ni darse una razón de un poder que no tiene.

Sin causa no puede haber efecto y sin potencia no puede haber acto consecuente de esa categoría de potencialidad.

Ya es lamentable que cuando el humano ha heredado tanta tecnología (fruto del cultivo de sus capacidades racionales) y tantos conocimientos y medios materiales, se desvincule de su Creador y corresponda con la ingratitud y el espaldarazo a las leyes morales que le capacitaron para su labor de progreso.

No cabe más explicación que la irracional soberbia del non serviam, cuando la creatura se autodiviniza, creyendo que ya no necesita su dependencia de lo eterno.

Los mismos científicos actuales declaran la necesidad de la buena filosofía.

Durante siglo y medio la filosofía parece transitar por intrincados y lúgubres laberintos, llenos de fatuidad, de angustia, de irreales ecos fantasiosos. Cada “filósofo” inventa una filosofía que no sirve ni para vivir ni para morir y por eso su caducidad es sorprendente.

Frente al número de tontos “que es infinito” –dice el Eclesiastés-, no será que como dicen los sabios indoctos de mi pueblo: “¿la razón… no tiene más que un camino?”.

Primera parte


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