Sobre las penas terribles y eternas (2/2)
La triunfante injusticia
Y qué, ¿no vemos a cada paso ufana y triunfante la injusticia burlándose del huérfano abandonado, del desvalido enfermo, del pobre andrajoso y hambriento, de la desamparada viuda, e insultando con su lujo y disipación la miseria y demás calamidades de esas infelices víctimas de sus propelías y despojos? ¿No contemplamos con horror padres sin entrañas que con su conducta disipada llenan de angustia la familia de que Dios les ha hecho cabezas, llevando al sepulcro a una consorte virtuosa, dejando a sus hijos en la miseria y no transmitiéndoles otra herencia que el funesto recuerdo y los dañosos resultados de una vida escandalosa? ¿No se encuentran a veces hijos desnaturalizados que insultan cruelmente las canas de quien les diera el ser, que le abandonan en el infortunio, que no le dirigen jamás una palabra de consuelo y que con su desarreglo y su insolente petulancia abrevian los días de una afligida ancianidad? ¿No se hallan infames seductores que, después de haber sorprendido el candor y mancillado la inocencia, abandonan cruelmente a su víctima, entregándola a todos los horrores de la ignominia y de la desesperación?(l) La ambición, la perfidia, la traición, el fraude, el adulterio, la maledicencia, la calumnia y otros vicios que de tanta impunidad disfrutan en este mundo, donde tan poco alcanza la acción de la justicia, donde son tantos los medios de eludirla y de sobornarla, ¿no han de encontrar un Dios vengador que les haga sentir todo el peso de su indignación? ¿No ha de haber en el cielo quien escuche los gemidos de la inocencia cuando demanda venganza?
No es suficiente el castigo en esta vida
Que no es verdad, no, que el culpable experimente ya en esta vida todo lo bastante para el castigo de sus faltas; atorméntanle, sí, los remordimientos roedores, agréganse las enfermedades que sus desarreglos le han acarreado, abrúmanle las desastrosas consecuencias de su perversa conducta: pero tampoco le faltan medios para embotar algún tanto el punzante estímulo de su conciencia; tampoco carece de artificios para neutralizar los malos efectos de sus bacanales; tampoco escasea de recursos para salir airoso de los malos pasos a que sus extravíos le conducen. Y además, ¿qué son estos padecimientos del malvado en comparación de los que sufre también el justo? Las enfermedades le abruman, la pobreza le acosa, la maledicencia y la calumnia le denigran, la injusticia le atropella, la persecución no le da sosiego; las tribulaciones de espíritu se agregan también, y semejante al divino Maestro, sufre en esta vida los tormentos, las angustias, el oprobio de la cruz. Si su paciencia es mucha, si acierta a resignarse como verdadero cristiano, hace algún tanto más llevaderos sus padecimientos; pero no deja por esto de sentirlos, y a menudo más duros de los que han caído sobre el hombre manchado con cien crímenes. Sin las penas y los premios de la otra vida, ¿dónde está la justicia?, ¿dónde la Providencia?, ¿dónde el estímulo para la virtud y el freno para el vicio?
Por qué Dios prolonga las penas toda la eternidad. Es lógico que no podamos comprender a Dios.
Pregúntame usted, mi estimado amigo, si comprendo perfectamente cuál es el objeto que Dios se pueda proponer en prolongar por toda la eternidad las penas de los condenados, y adelantase a contestar a la razón que podría señalarse de que así se satisface la divina Justicia y se aparta a los hombres del camino del vicio, con el temor de tan horrendo castigo. Dice usted, por lo tocante al primer punto, «que jamás ha podido concebir la razón de tanto rigor y que aun cuando no deja de columbrar la relación que existe entre la eternidad de la pena y la especie de infinidad de la ofensa por la cual se impone, sin embargo le queda todavía alguna obscuridad que no acierta a disipar». Muy errado anda usted, mi apreciado amigo, si se imagina que a todos los demás no les sucede lo mismo, pues que sabido es que el entendimiento humano se anubla tan luego como toca en los umbrales de lo infinito. De mí sabré decir que tampoco concibo estas verdades con entera claridad y que por más firme certeza que de ellas abrigue no puedo lisonjearme que se presenten a mi espíritu con aquella evidencia que las pertenecientes a un orden finito y puramente humano; pero, lejos de que me desanime esta niebla que procede al propio tiempo de la debilidad de nuestros alcances y de la sublime naturaleza de los objetos, he considerado repetidas veces que si por este motivo debiera negar mi asenso no podría prestarles tampoco a muchas otras verdades de las que me sería imposible dudar, aunque a ello me esforzara. Estoy seguro de la creación, no sólo por lo que me enseña la religión revelada, sino también por lo que me dicta la razón natural, y, no obstante, cuando medito sobre ella, cuando quiero formarme una idea clara y distinta de aquel acto sublime en que Dios dijo: Hágase la luz y la luz fue hecha, siéntese mi entendimiento con cierta flaqueza que no le permite comprender con toda perfección el tránsito del no ser al ser. Estoy cierto, y usted conmigo, de la existencia de Dios, de su infinidad, eternidad, inmensidad y demás atributos; pero, ¿nos es dado acaso formamos ideas bien claras de lo que por estos nombres se expresa? Es bien seguro que no; y lea usted todo cuanto han escrito sobre ello los teólogos y filósofos más esclarecidos, y echará de ver que más o menos adolecían del mismo achaque que nosotros.
No se trata de saber si nuestro entendimiento comprende o no col\toda claridad el dogma del infierno, sino de averiguar si en realidad este dogma es verdadero y si los fundamentos en que le apoyamos sus sostenedores tienen las señales características que pueden convencer de que realmente ha sido revelado por Dios. ¿De qué nos serviría el comprenderlo más o menos claramente si tuviésemos el tremendo infortunio de haberle de sufrir?».
Un dolor que tiene fin no disuade de hacer el mal
No estoy de acuerdo en que una pena de duración limitada pudiese ejercer sobre el ánimo de los hombres una impresión equivalente y de idénticos resultados en cuanto al arreglo de la conducta. Pretende usted que, en estando acompañada la pena de mucha duración o de un tormento muy terrible, bastaría para enfrenar las pasiones, poniéndose un límite a los malos deseos, con cuya observación se da por el pie a la razón que señalamos los cristianos de que la existencia del infierno es una salvaguardia de la moral. Pero a mí me parece que usted no ha sondeado lo suficiente este asunto, y no ha reparado en que si bien es verdad que la idea del tormento nos espanta y aterra cuando se ha de sufrir en esta vida, nos causa muy ligera impresión si se ha de reservar para la otra. Dos pruebas daré de esto: una experimental, otra científica.
El dogma del purgatorio lleva ciertamente una idea terrible, y así los libros de devoción, como los predicadores, están pintando continuamente aquel lugar de expiación con los colores más espantosos. Los fieles lo creen así, lo están oyendo sin cesar, oran por los parientes y amigos difuntos que puedan estar detenidos en él; pero, hablando ingenuamente, ¿es mucho el miedo que se tiene al purgatorio? Por sí solo, ¿fuera un dique bastante robusto para oponerse al ímpetu de las pasiones? Dígalo cada cual por experiencia propia; díganlo también por la ajena cuantos han tenido ocasión de observarlo. Las penas que para aquel lugar se nos anuncian son terribles, es verdad; su duración puede ser mucha, es cierto; el alma no saldrá de allí hasta haber pagado el último cuadrante, no tiene duda; pero aquella pena tendrá fin, estamos seguros de que no puede durar para siempre, y, colocados en medio del riesgo de largos padecimientos en la otra vida y de la necesidad de soportar leves molestias en la presente, repetidas veces preferimos aventuramos a lo primero para preservamos de lo segundo.
Así es la naturaleza humana
Mientras vivimos en esta tierra se halla nuestro espíritu unido al cuerpo, que nos transmite sin cesar las impresiones de todo cuanto le rodea. Posee a la verdad nuestra alma algunas facultades que, elevadas por naturaleza sobre todo lo corpóreo y sensible, se rigen por otros principios, versan sobre más altos objetos y habitan, por decirlo así, en una región que de suyo nada tiene que ver con todo cuanto existe material y terreno. Sin desconocer, empero, la dignidad de estas facultades ni la altura de la región en que moran, menester es confesar que es talla influencia que sobre las mismas ejercen las otras de un orden inferior, que a menudo las hacen descender de su elevación y, en vez de obedecerlas como a señoras las reducen a la clase de esclavas. Aunque las cosas no lleguen a este extremo, resulta al menos con demasiada frecuencia que las facultades superiores están sin funcionar, como adormecidas; de suerte que el entendimiento columbra apenas como en obscura lontananza las verdades que forman su más noble y principal objeto, y la voluntad no se dirige tampoco al suyo sino con el mayor descuido y flojedad. Hay un infierno que temer, un cielo que esperar; pero todo esto está en la otra vida, se reserva para una época más distante; son cosas que pertenecen a un orden enteramente distinto, a un mundo nuevo, erre! cual creemos firmemente, pero del que no recibimos impresiones directas, de momento; y así es que necesitamos hacer un esfuerzo de concentración y reflexión para penetramos del inmenso interés que para nosotros tienen y de que en su comparación es nada todo cuanto nos rodea. Viene entretanto a herir nuestra imaginación, a excitar nuestros sentimientos algún objeto de la tierra, ora inspirándonos algún temor, ora halagándonos con algún placer; el otro mundo desaparece a nuestros ojos, como objetos que. perdiéramos de vista en un remoto confín; el entorpecimiento vuelve a caer en su entorpecimiento, la voluntad en su languidez, y si uno y otro se excitan de nuevo es para contribuir al mayor desarrollo de las otras facultades.
El placer de lo inmediato
El hombre se guía casi siempre por las impresiones de momento, sacrifica 10 venidero a 10 presente, y cuando pesa en la balanza de su juicio las ventajas y los inconvenientes que una acción le puede acarrear, la distancia o la proximidad de la realización de estos inconvenientes y ventajas es una de las circunstancias más influyentes en su elección. ¿Cómo no ha de suceder esto en 10 tocante a los negocios de la otra vida, si se verifica 10 mismo con respecto a los de la presente? ¿No es infinito el número de los que sacrifican las riquezas, el honor, la salud, la vida a un placer del momento? Y eso ¿por qué? Porque el objeto que halaga está presente, y los males distantes, y el hombre se hace la ilusión de evitarlos, o bien se resigna a sufridos, como quien se arroja a un precipicio con los ojos vendados.
De esto se infiere no ser verdad 10 que usted afirma, que bastase el temor de una pena muy duradera para que produjese un mismo o semejante efecto que la eternidad del infierno. No es verdad; antes al contrario, puede asegurarse que desde el momento que se separase de la idea de las penas la de eternidad perderían la mayor parte de su horror y quedarían reducidas a la misma línea del purgatorio. Si los castigos de la otra vida han de producir un temor bastante para contenernos en nuestras depravadas inclinaciones, han de tener un carácter formidable, espantoso, que su meró recuerdo, ofreciéndose de vez en cuando a nuestro espíritu, le produzca un saludable estremecimiento que dure aún en medio de la disipación y distracciones de la vida, como el pavoroso sonido del sonoro metal que retiembla largo rato después de recibido el golpe.
El dogma del infierno como signo de intolerancia
Explica usted en seguida el sistema que tan en gracia le ha caído y que consiste en considerar el dogma del infierno como una fórmula en que se expresa el pensamiento de intolerancia que preside a las doctrinas y conducta de la Iglesia católica. Permítame usted que transcriba sus propias palabras, que de esta suerte no mediará el peligro de una mala inteligencia: «Ya se ve: se quería sujetar el entendimiento y el corazón del hombre ciñéndolos con un aro de hierro; faltaba en los humanos los medios de realizado, y ha sido preciso hacer intervenir la justicia de Dios. ¿No se podría sospechar que los ministros de la Religión católica, quizá más engañados que engañadores, han apelado al recurso común entre los poetas de desenlazar una situación complicada llamando en su auxilio a algún Dios, o hablando en términos literarios, empleando la máquina? Mucho me engaño si en la pretendida justicia de un Dios inexorable no se trasluce el sacerdote católico con su terquedad inflexible.» Algo duro se muestra usted, mi estimado amigo, en el pasaje que acabo de insertar, y por más sorpresa que le hayan de causar mis palabras me atrevo a decirle que lejos de en contra de lo filosófico como acostumbra, le hallo aquí primero inexacto, y después ligero en demasía. Inexacto, porque supone que el dogma de la eternidad de las penas pertenece exclusivamente a los católicos, cuando le profesan también los protestantes; ligero, porque ha pretendido convertir en expresión del pensamiento dominante en el cristianismo un hecho creído generalmente por el linaje humano.
El prurito, tan común en nuestra época hasta entre los escritores de primera nota, de señalar una razón filosófica fundada en una observación nueva y picante le ha extraviado a usted de una manera lastimosa, haciéndole perder de vista por un momento 10 que ignoran cuantos saben medianamente la historia. En resumen, quería usted significar que esto era una invención de los sacerdotes cristianos, bien que salvando su buena fe, con suponerlos víctimas de una ilusión; pero, ¿cómo ha podido olvidar que siglos antes de aparecer el cristianismo estaba la creencia del infierno generalmente extendida y arraigada?
Algo satírico está usted con los «buenos frailes que se complacen en asustar a niños y mujeres con las horrendas descripciones de tormentos fraguados en imaginaciones descompuestas y groseras, y que difícilmente puede soportar sin reírse o sin fastidiarse un hombre de sana razón y de buen gusto». Bien se conoce que quiere usted hacer pagar caros a los pobres predicadores los ratos que le llevaba al sermón su buena madre, y que sin duda hubiera empleado de mejor gana en sus juegos y entretenimientos; pero, sea dicho sin ánimo de ofender y únicamente en defensa de la verdad, da usted aquí un solemne tropiezo, en que sólo puede consolarle el tener muchos compañeros de infortunio, entre los que se proponen burlarse con demasiada ligereza de los dogmas y prácticas de nuestra religión.
Usted se ríe de las exageraciones de los frailes en esta materia, que se le hacen insoportables por descabelladas y de mal gusto; pues bien, yo le emplazo a usted a que me cite la descripción entre las que le parezca más descabellada entre las que haya oído de boca de un predicador, y me obligo a presentarle otra sobre el mismo objeto que no le irá en zaga a la primera, ni en lo feo, ni en lo extravagante, ni en lo horrible. ¿Y sabe usted de quién serán esas descripciones y rasgos? Nada menos que de Virgilio, de Dante, de Tasso, de Milton. No advertía usted que a la espalda del buen capuchino a quien tan despiadadamente acometía usted tropezaba con una reserva tan respetable en materias de razón y de buen gusto. A veces la precipitación en el juzgar nos es más dañosa que la misma ignorancia. Sucédenos a menudo que despreciamos una expresión, en odio o desprecio de la persona que la dice, expresión que nos pareciera admirable si la oyésemos en boca de otro que nos inspirase más respeto. Por esto decía graciosamente Montaigne que se divertía en sembrar en sus escritos las sentencias de filósofos graves sin nombrarlos, con la mira de que sus lectores críticos, creyendo habérselas sólo con Montaigne, injuriasen a Séneca y dieran de narices sobre Plutarco.
No es fácil decir a punto fijo la variedad de horrores del infierno, pero lo cierto es que así cristianos como gentiles han convenido en mostrárnoslo con espantosos colores. Virgilio no era ni fraile, ni predicador, ni cristiano, ni escaseaba de buen gusto, y, sin embargo, difícil es reunir más horrores de los que nos presenta, no sólo en el infierno, sino ya en el camino.
