Testimonio de una gran traición
Rescatamos para nuestros seguidores un documento esencial que sugerimos leer con detenimiento de cabo a rabo pues les va a sorprender hasta la última línea. No sólo aporta datos fundamentales sobre la reciente historia de España, que también, sino más aún sobre las causas por las que hemos llegado a caer donde estamos. Fíjense que está escrito en 1977… ¡qué diría hoy su autor! Ya verán como nos dan la razón y nos lo agradecen. No se lo pierdan.
Testamento político del Marqués de Valdeiglesias
El original fue enviado por el marqués al sociólogo e investigador Ángel Maestro en Julio de 1977, poco antes de fallecer en Septiembre de ese mismo año con 79 años (las negritas son los subrayados del propio autor)
Querido amigo:
Como te informaría tu secretaria, tu escrito me llegó al día siguiente de hablar contigo. Es certero como todos los análisis salidos anteriormente de tu pluma sobre la imagen de Franco. No tengo un solo punto de discrepancia en nada de lo que dices. Sólo se me ocurriría calar un poco hondo y tratar de discurrir por qué han tenido que suceder las cosas como han sucedido. Concretamente, el que a ciencia y paciencia de los vencedores de la Cruzada del 36/39, los vencidos en ella hayan ido infiltrándose progresivamente en el Estado vencedor hasta llegar a ocupar en él todos los puestos de influencia. Es un hecho incontrovertible. La única duda es si ello ocurrió por culpa exclusiva de Franco o por fallo total de una clase dirigente.
La cuestión no puede despacharse con unas cuantas líneas. La ausencia en España de una auténtica clase dirigente, con cualidades de tal, ha sido siempre un hecho señalado en nuestra historia. En especial a todo lo largo del siglo XIX. El escritor Juan Valera impugnó, sin embargo, en uno de sus escritos, tal afirmación. Una clase dirigente, vino a decir, no es algo venido de fuera que se superpone al pueblo. Es algo que surge del pueblo mismo. Si la clase dirigente falla es porque el pueblo no da más de sí.
Habría que perderse en muy largas disquisiciones sobre el carácter del alma española para averiguar por qué el español ha sido siempre heroico en las guerras pro no ha sabido organizar en paz su mutua convivencia. El hecho cierto es que desde el siglo XVII, mientras nuestros tercios y capitanes daban gloria a España en todos los campos de batalla de Europa, la nación arrastraba una curva de decadencia inexorable. Se dice que sobre nuestra Cruzada se han escrito más de cuarenta mil volúmenes. Aunque puedan ser menos, no dejan de ser numerosos los escritos sobre las causas de nuestra decadencia. Ha llegado a ser uno de los temas favoritos de nuestra literatura. Antes y después del Cid.
Hay que llegar a la conclusión en que algo falla en nuestro carácter que nos impide convertirnos en una gran nación. Ortega dijo que todo lo bueno que se había hecho en España lo había hecho el pueblo; colonización de América, guerra de la Independencia, etc. Lo dijo antes de la maravillosa explosión del 18 de Julio. Pero ello sólo confirma que el español es capaz de brillantes actuaciones aisladas pero no de una labor continua.
Volvamos a la actuación que tuvimos todos después de histórico parte del 1 de abril “la guerra ha terminado”. El libro de López Rodó “La larga marcha hacia la Monarquía” es tremendamente revelador a este efecto. También algunas de las reflexiones que hago en las últimas páginas del mío “Así empezó…” recuerdan algunas cosas que es preciso no olvidar. Es evidente que ninguno de los que impulsamos el 18 de julio pensamos que la guerra iba a desembocar en el régimen personal de Franco. Sus comienzos y especialmente la elevación al poder del valido Serrano Suñer nos pareció a todos algo odiosa. Pero a medida que iba pasando el tiempo he ido teniendo mis dudas sobre si sin aquel decreto de Unificación que significó el barrido de todos los elementos sin distinción, propulsores del 18 de julio, se hubieran engendrado los 36 años de paz y progreso que ha disfrutado España, la etapa más fecunda de nuestra Historia. Evidentemente Franco se limitó a ser un buen administrador sin ninguna visión de futuro. Pero falta por ver si la tuvieron los españoles con pretensiones de constituirse en clase dirigente.
Durante aquellos primeros años de la dictadura de Serrano Suñer nos pareció a todos, por supuesto, que había que presionar a Franco para que abandonase el poder y restaurar la Monarquía.
A la vista de la actuación posterior, tanto del Conde de Barcelona como de su hijo, tengo fuertes dudas que, de haber logrado en aquellos tiempos los restauradores nuestro propósito no hubiéramos hecho sino adelantar la catástrofe que se cierne actualmente sobre España. Cierto que el resentimiento engendrado, tanto en el rey como en su padre, por los largos años de haber tenido que permanecer alejados del poder soportando el mando de Franco y pensando que lo que para ellos constituía un derecho propio, personalísimo, solo podrían hacerlo efectivo a través de la voluntad de Franco, ha agudizado su deseo de borrar de un plumazo cuarenta años de su historia.
Sin embargo, a través de mi continua relación con el Conde de Barcelona durante todos estos años puedo afirmar su total incomprensión del sentido de nuestro Movimiento nacional. Don Juan siempre estuvo cordialísimo conmigo. Me invitó a almorzar en Villa Giralda en cada uno de mis viajes a Estoril después de haberme concedido una larga audiencia en que yo dije lo que quise y él me contestó, naturalmente, lo que pensaba. De todas estas largas conversaciones saqué siempre la impresión de que nada iba a ganar España con la instauración de la Monarquía. Mi atavismo monárquico, la solidez de mis convicciones doctrinales me impedían, por supuesto, exteriorizar estos sentimientos. Yo creía en la Monarquía como creía en las verdades de la religión. No concebía otra solución para el futuro de España.
Me limitaba, pues, a desear en mi fuero interno que Franco durase el mayor tiempo posible. Al fin y al cabo constituía también para mí un axioma fundamental que no es lo mismo ser monárquico que ser amigo del Rey y que la esencia de la Monarquía no consiste simplemente en tener a un Rey, en vez de un Presidente, en la cumbre del Estado. La Monarquía, se escribió muchas veces en La Época, es una doctrina completa como lo es la república. Y en definitiva Franco estaba inspirando su gobierno en muchos postulados de la doctrina monárquica. En última instancia, la Monarquía significaba la contrarrevolución. Y Franco, vencedor del marxismo y de la masonería, encarnaba unos principios esenciales de la contrarrevolución.
Podrá discutirse el acierto con que, una vez vencidos los principios revolucionarios, trató de evitar su posterior infiltración en nuestra Patria. Pero no su deseo de hacerlo. Don Juan, en cambio, era fundamentalmente anglófilo. Todo eso de la masonería y de la revolución con erre mayúscula eran para él monsergas.
No es, pues, que fuera capaz de oponerse con más eficacia que Franco a la infiltración de su influencia en España, sino que le hubiera parecido absurdo sólo el intentarlo. Lo advirtieron muy bien todos los elementos masónicos y progresistas de España, los cuales anteriormente, monárquicos o republicanos, se apresuraron a instalarse en torno a las banderas de don Juan. Él, por su parte, enarbolaba un solo argumento en favor de su tesis del obligado y pronto traspaso de poderes a Franco a su persona. El de su legitimidad histórica. Ni la República ni la guerra habían significado nada para él. Lo que no hubiera podido reclamar ni de Alcalá Zamora ni de Azaña se lo exigía imperiosamente a Franco. Este, a sus ojos, era un mero usurpador del puesto que a él le correspondía por derecho propio. “Yo soy el Rey porque sí y Franco no puede nada contra ese hecho”. Muchas veces me repitió esta frase.
Por su parte, el fracaso de Franco al no haber sabido oponer un dique a la marea revolucionaria, a pesar de sentir agudamente su presencia, es evidente. Su única disculpa es la falta tota de apoyo que encontró para su empeño en nuestra clase política. Analicemos cómo actuó ésta durante la guerra y después de la victoria.

Los primeros actos políticos de Franco desde que se le nombró Jefe del Estado fueron confiarse primero a su hermano Nicolás y después a su cuñado Ramón Serrano Suñer. Fueron debilidades disculpables. Entre las doctrinas falangistas, tradicionalista y de Acción Española, es natural que Franco se encontrara un poco perdido; los generales, por otra parte, no representaban doctrina alguna. Franco trató de amalgamar lo que presentía había de bueno en el orden del pensamiento. Desgraciadamente convirtió a Serrano en su brazo ejecutor. Y Serrano se entregó a una desenfrenada ambición de poder, y sólo concibió deificar el Nuevo Estado en torno a su persona. Aquella etapa del cuñadísimo con sus tres secretarios políticos, las tres M como les llamábamos –Mayalde, Manzanera y Montarco—dejó imborrable recuerdo. Pero nuestra clase política brilló durante esta etapa por su ausencia. Falange se dedicó a cortejar a los intelectuales de izquierda, Tovar, Laín, etc. Acción Española se dividió. Unos, como Pedro Sainz, trataron de ganarse los favores de Serrano. Otros optaron por irse al frente.
Franco advirtió pronto el error Serrano y lo defenestró intentando sustituirlo con el tinglado FET de las JONS que cristalizó en Alcalá 44. Es indudable que a nuestra clase política se le brindaba con ello una ocasión de hacerse con el mando y elaborar una doctrina que rimase con las circunstancias del momento. Pero nuestra clase política siguió brillando por su miopía. Alcalá 44 se convirtió en un tinglado de intereses carentes de visión de futuro. Acción Española se encerró en su doctrina monárquica tradicional pretendiendo ignorar el hecho de que el posible rey estaba entregado a unas doctrinas radicalmente opuestas. Las señas de vida que dio durante estos primeros años de reconstrucción de España nuestra clase política fueron todas lamentables: el escrito de los procuradores de 1943 solicitando a Franco la restauración de la Monarquía con carácter urgente, antes de la terminación de la guerra mundial; la carta de los generales en nel mismo sentido; el escrito de los catedráticos a don Juan manifestando su adhesión, etc.
Es decir que todo lo que concibió nuestra clase política como resultado de la atroz guerra que había ensangrentado el suelo español durante más de tres años fue el retorno puro y simple al estado de cosas que la había producido.
Ni una medida precautoria sobre cuáles pudieran ser los verdaderos propósitos de don Juan al instalarse en el trono cuando todo hacía suponer que aquéllos no irían muchos más lejos del restablecimiento de la Monarquía liberal fracasada en 1931.
Franco, al menos, concibió y comprendió toda la trascendencia de la guerra. Los españoles no habían ido a ella de un modo caprichoso, ni sólo para evitar el triunfo del marxismo que amenazó durante la última etapa de la República. Se habían levantado de modo unánime y clamoroso contra el estado de cosas que había acarreado el desgobierno de España a todo lo largo del siglo XIX y primer tercio del siglo XX. Se habían levantado contra el sistema partitocrático de cuño extranjero que nos impuso Cánovas del castillo y que nunca tuvo arraigo en el ambiente español. España pedía una forma diferente de gobierno. Podría acertarse o no al intentar definir esta nueva fórmula pero lo que no se podía hacer era volver pura y simplemente al pasado. Franco lo percibió así. Pero nuestra clase política dio muestras de una increíble cortedad de imaginación.

Se comprende, al fin y al cabo, en personas de un monarquismo visceral como yo, que desearan, por encima de todo, la restauración monárquica. Pero ¿cuántos monárquicos de este tipo había en España? Y yo mismo, lo recuerdo muy bien, si por un lado consideraba como meta ideal, la única posible, la restauración de la Monarquía, por otro lado, en mi fuero interno, cómo estaba deseando que Franco prolongara su mandato todo lo posible. Recuerdo por ello también perfectamente que todos aquellos intentos de obligar a Franco a retirarse y traer precipitadamente a don Juan antes del final de la guerra me parecieron disparatados. Aunque sólo por gestos aislados y esporádicos de don Juan percibía cuáles eran sus verdaderos sentimientos. Recuerdo una vez, por ejemplo en Lausanne, en el principio de los años 40, que al decirle yo a don Juan que lo único que le pedía para cuando fuera rey era que me dejara publicar La Época –prohibida por el régimen franquista—con objeto de poner de manifiesto la tremenda responsabilidad de Gil Robles en nel estallido de la guerra por haber intentado prolongar la vida de una imposible República, don Juan se quedó mudo, con un gesto de contrariedad. Rápidamente me vino a la memoria que su padre, Alfonso XIII, había apoyado al movimiento gilrrobista mucho más que al de los auténticos monárquicos. ¿Sería posible que, aún a la vista de los resultados pudiera el hijo de Alfonso XIII seguir simpatizado con la táctica de Gil Robles? Si alguien hubiera podido decirme que no sólo esa era la verdadera actitud de don Juan sino que iba a nombrar a Gil Robles representante suyo me hubiera quedado mucho más absorto todavía.
El manifiesto de don Juan el año 45 me pareció un verdadero disparate y si cuando un poco antes, al ser nombrado Consejero Permanente de Estado, tuve mis vacilaciones sobre si debía o no aceptarlo, ni por un instante se me ocurrió entonces seguir las indicaciones de don Juan, a pesar de la visita que con este exclusivo objeto me hizo Joaquín Satrústegui.
Cuando he leído más tarde la larga gestación que tuvo el malhadado manifiesto y las vacilaciones de don Juan en someterse a las presiones de que fue objeto para que lo firmara, me he confirmado en la idea de la poca altura de nuestra clase política. Según Gil Robles en su libro La Monarquía por la que yo luché, todo él dirigido a defender su tesis de que don Juan no debía haber admitido más relación con Franco que la encaminada a aceptar su rendición incondicional y su salida de España como el verdadero vencido de la guerra, se habla de dos anteriores proyectos de manifiesto del Rey “uno estridente, redactado por Vegas Latapié y otro, anodino, de López Oliván”.
En julio de 1946 visité a don Juan en Estoril donde acababa de trasladar su residencia. Tengo la seguridad de que nadie le había hablado entonces con más sinceridad, casi diría rudeza, sobre la inoportunidad del manifiesto. Se había enajenado con él toda la opinión nacional, la cual podría, en algunos aspectos, discrepar de la política seguida por Franco, pero estaba unánime en considerarlo como el vencedor de la guerra y de ninguna manera estaba dispuesta a admitir, aunque en la guerra mundial hubiesen triunfado los mismos elementos contra los que luchó España en la suya –masonería y marxismo—que nos habíamos equivocado en nuestra cruzada. Le aseguré a don Juan que todos los informes que recibía sobre el descontento general contra Franco eran tendenciosos. Con Franco estaba el Ejército, vencedor de la guerra, la Iglesia (en aquellos años), la Banca, los hombres de empresa, que estaban empezando a reconstruir España, en suma, los mismos elementos sobre los que tenía que apoyarse la Monarquía. Me parecía absurdo que por fallarle a la Monarquía estos elementos pretendiera el Rey pasarse al grupo de los vencidos. No le quedaba, en mi opinión, otra salida que conformarse con los hechos.
No se podía tampoco olvidar que Franco era un hombre tenaz. No cedería a las presiones para que se fuera. Sin embargo estaba yo convencido de que era monárquico en el fondo de su corazón. Como final de su etapa de mando no podía vislumbrar más solución que la Monarquía, el régimen tradicional de España. No iba a querer restaurar la república, cuyos resultados estaban bien a la vista, ni encumbrar a un compañero de armas a los que conocía bien y no se fiaba de ninguno de ellos. No le quedaba, pues, al Rey otra solución que aceptar los hechos tal como se habían configurado en España y mantener con Franco las relaciones más cordiales que fueran posibles en espera del momento oportuno para la Restauración.

Con anterioridad a esta conversación con el Rey había mantenido otra muy larga con Pedro Sainz Rodríguez desayunando, almorzando, cenando con él, un día entero. Me percaté de que se contaba en Estoril, sobre todo, con el apoyo inglés para derribar a Franco. Traté por consiguiente de combatir la insensatez de esta creencia. La Monarquía no podía venir a España traída en los furgones extranjeros. Pero ni siquiera era verosímil que la presión inglesa para traerla llegara hasta tal extremo. “Si no ha llegado ya, había asegurado Pedro, ha sido por la actitud soviética y el temor de que unos desórdenes en España pudieran favorecer los intereses de Moscú”. Pero esa actitud no ha sido un hecho surgido por sorpresa, contesté. Creo que cualquier político con dos dedos de frente hubiera podio preverla. “Bien, pero me reconocerás que esa tensión tendrá que acabar de algún modo, con guerra o con paz, y en cualquiera de las dos hipótesis Inglaterra empezará por ponerle un punto final a la situación española, porque aún en caso de guerra la hará contra el totalitarismo en nombre de la democracia y no va a emprender esta guerra del brazo de otro país totalitario”. ¿No acaba de hacer una en nombre de la democracia del brazo de Stalin? –pregunté.

Esta polémica mía con Pedro, de un día entero de duración, como dije antes, había terminado tirándome él libros a la cabeza. Pero me había servido de mucho para conocer el ambiente que respiraba el Rey. Traté con él de deshacer todos los argumentos en favor de su tesis pretextando, para no parecer demasiado irrespetuoso, que seguía mi polémica con Pedro. Pedro me dijo… yo le contesté… Pero salí de la entrevista desolado con la impresión de que el Rey estaba totalmente ganado a la causa liberal-masónica. Libros posteriores, como el ya citado de Gil Robles, han puesto de relieve hasta qué punto era esto así, pero yo entonces, convencido de que no había para España más solución que la monárquica en la persona de don Juan, seguí haciendo cuanto creí estaba en mi mano por torcer el curso inexorable de los acontecimientos. Me fui a San Sebastián a contarle a Alberto Martín Artajo, Ministro a la sazón de Asuntos Exteriores, el resultado de mi entrevista y le apremié sobre la absoluta necesidad de que se enviaran emisarios autorizados a don Juan que contrarrestaran las desgraciadas influencias a las que se encontraba sometido. Encontré a Alberto sumergido en la más absoluta de las inopias. El manifiesto ha sido, en efecto, un incidente desgraciado pero ya don Juan lo ha comprendido así y sus relaciones con Franco van a entrar pronto por vías de cordialidad, me dijo.
Me quedé estupefacto. Estás completamente equivocado, le aseguré. Está firme en sus ideas de que el manifiesto ha sido un acierto y tengo la impresión de que está preparando otras declaraciones en el mismo sentido.
–No lo creo, me insistió Alberto. En todo caso debes volver a Estoril y seguir argumentando con él.
–Eso es una tontería, Alberto –le dije–. Comprenderás que todo lo que pueda decirle yo ya se lo he dicho. Lo ha oído como quien oye llover. Creo, sin embargo, que en el fondo de su corazón él desearía una reconciliación con Franco pero tiene que ser, no yo, sino un enviado de Franco el que le induzca a ello. Tengo la impresión de que por parte de Franco se le está dejando en completa libertad de elegir su camino. Y naturalmente, todos los enemigos de nuestro Movimiento Nacional, empezando por Gil Robles, se han apresurado a montar un cerco en torno al Rey. Es la gran baza que les va a permitir invertir el resultado de la guerra. Sería un colosal error dejarles maniobrar impunemente pesando sencillamente que si el Rey quiere estrellarse, que se estrelle. Porque se va a estrellar toda España.
Tuve tan poco éxito con Alberto como acababa de tenerlo con don Juan. O no le daba importancia a lo que pudiera pensar el Rey o en el fondo no le importaba que estuviera en esa línea liberal. Posteriormente me he encerrado yo también en el círculo de los buenos deseos tratando de hacer caso omiso de la dura e insobornable realidad. Año tras año he comprendido la inutilidad de mis esfuerzos para vislumbrar, desde mi acendrado monarquismo, otra solución para el futuro de España que no fuera la monárquica. Todos mis artículos y conferencias giran en torno de lo mismo: la identidad entre el Movimiento Nacional y la Monarquía. La Monarquía, para mí, no podía ser otra cosa que la Monarquía de Acción Española. Los Gilrrobles, Satrústegui y toda la caterva de progres, de antiguos republicanos e incluso marxistas, que iban a prestar acatamiento a don Juan, eran para mí unos locos carentes de interés. Me negaba a aceptar el hecho de que el loco era yo y ellos los que tenían sus pies firmemente asentados en el suelo y estaban jugando, perfectamente jugada, la carta ganadora.

En mis conversaciones con Carrero (tuve muchas) seguí siempre libremente navegando por los mares de la utopía. Trataba de convencer a Carrero de que pese a los errores cometidos por don Juan seguía siendo la mejor solución para España y se debería por tanto perdonárselos. Carrero aguantaba mis sermones sin que se le alterar un músculo de su cara. Creo que la característica principal de Carrero era su infinita bondad. Se daba cuenta de la buena fe con que yo defendía mi tesis. Claro es que cuando al fin se formalizó la candidatura de Juan Carlos me pasé a ella con armas y bagajes. Y la verdad es que ni por un momento se me ocurrió pensar en que la política de Juan Carlos pusiera ser la misma que la de su padre, corregida y aumentada. Ese reproche que hoy puede dirigirse a Franco –que de hecho le ha dirigido Emilio Romero—de no comprender que los reyes no obedecen más que a sus propias legitimidades, y que en definitiva no había por qué pensar que Juan Carlos fuera a ser más fiel a Franco que su padre, ese reproche, digo, lo acepto plenamente como dirigido a mí. Ni por un momento se me pasó por la cabeza la idea de que la única diferencia entre Juan Carlos y su padre pudiera ser la de que el hijo fuera mucho más cínico y estuviera dispuesto a jurar todo lo jurable con la idea preconcebida de faltar a su juramento tan pronto fuera posible. Algo pude olerme, sin embargo, en una de las primeras conversaciones que tuve con Juan Carlos después de su nombramiento como sucesor. Había empezado por decirle que yo había hecho cuanto humanamente estuvo de mi mano para que el proclamado rey fuera su padre. Pero antes de que pudiera entrar en la segunda parte de mi perorata, que era la de decirle que tal como se habían puesto la cosas consideraba la decisión de Franco la más acertada para la suerte de España, me interrumpió Juan Carlos, a título de excusa, que él había tenido que hacer lo que hizo como único medio de salvar la dinastía. Me hizo mal efecto la excusa pero como siempre que la Monarquía me presentaba una cara distinta a la forjada por mis ilusiones, hice un esfuerzo para no verla.
En otra ocasión en la que esbocé a Juan Carlos mi programa sobre lo que debería ser la actuación de la Monarquía, naturalmente desde el punto de vista de Acción Española, observé claramente que mis razonamientos le estaban dejando frío. Me sentí un momento turbado y, a título de excusa, le recordé que yo era hombre de Acción Española. “Otros tendrán otras ideas y el Rey tendrá que tenerlos a todos en cuenta” fue su único comentario. No pude, como es lógico, encontrarlo más desgraciado.

Lo que pregunto yo ahora es cómo ha sido posible que otras personas, con ocasión de conversar mucho más largamente con Juan Carlos que las que yo tuve, no hubieran captado nada sobre su verdadero modo de pensar. El libro de López Rodó “La larga marcha hacia la Monarquía” resulta sorprendente a estos efectos. Esa famosa “operación salmón” llevada año tras año tratando de vencer paulatinamente las dudas, las vacilaciones o recelos de Franco se ha convertido hoy en una tremenda acta de acusación contra sus autores, incluido el almirante Carrero, la persona más fiel y devota de Franco y de su sistema, más deseoso de continuarlo y dando pruebas tan válidas en todos sus escritos e informes al Generalísimo en una asombrosa claridad de visión. ¿Cómo pudo equivocarse en lo esencial hasta ese extremo? Porque el hecho es que se jugó a fondo la carta Juan Carlos sin la menor garantía de cuál pudiera ser su modo de pensar y desafiando las probabilidades de que fuera el mismo que su padre.
Y a esta tremenda ligereza se sumó otro error psicológico no menos grave: no haberse parado a meditar ni por un momento en el resentimiento que podría estar incubándose en Juan Carlos precisamente por el hecho de debérselo todo a Franco. Es de sobra sabido que este tipo de resentimiento, el que se siente contra la persona a quien le debe uno todo, es muy superior al resentimiento contra quien nos ha hecho disfavor. Conocida es la respuesta de Cánovas a quien se le preguntó qué le había ocurrido con un determinado sujeto que hablaba pestes de él: “No me lo explico porque no recuerdo haberle hecho ningún favor”. Y la frase de Robespierre, trágico resentido: “Sentí desde muy joven la penosa esclavitud del agradecimiento”.
Era preciso haberse dado cuenta del reconcomio, la irritación, el rencor interno de don Juan y su hijo al estar rumiando durante cuarenta años que lo que consideraban un derecho exclusivamente suyo sólo lo iban a poder ejercer por obra y gracia de Franco. Es lógico que fuera cada día madurando en ellos la idea de que Franco era sólo un usurpador, un jugador de fortuna, un advenedizo que estaba volando los sagrados derechos de la dinastía, gobernando a España a su antojo mientras el padre se aburría en Estoril y el hijo aguantaba mecha rindiéndole cada día pleitesía a Franco para no perder definitivamente sus derechos. Este resentimiento se vería alimentado y fortalecido por el de una minoría que sintió como una verdadera injuria que España pudiera vivir en paz y en orden, progresando en todos los aspectos, sin contar para nada con ella y dejando en ridículo sus profecías de que se estaba frente a un proceso de rápida descomposición del país, de un régimen condenado sin apelación del que la Monarquía debía permanecer lo más apartada posible para no contaminarse.
El libro de Gil Robles “La Monarquía por la que yo luché” retrata a su autor como uno de los mayores resentidos de la Historia universal. Este hombre era uno de los principales consejeros de don Juan y fue nombrado representante suyo. El resentimiento, ha escrito Marañón, es una pasión que puede conducir a la locura o al crimen. ¿Qué mayor crimen que éste que se ha cometido contra España entregándola inerme a sus peores enemigos sólo por el placer de destruir la obra de Franco?
El resentido, sigue diciendo Marañón, tiene una memoria tenaz, inaccesible al tiempo. ¿Cómo no se meditó ni un momento el resentimiento que pudo estar incubándose durante 40 años, día a día, en esta minoría que constituía la corte de Estoril, y profetizaba a diario la próxima e inmediata caída de Franco, la imposibilidad de que su llamada “dictadura” o “ciclo de mando personal” pudiera sostenerse frente a la que suponía oposición unánime de los españoles y viendo que éstos aclamaban cada vez más entusiásticamente a Franco mientras su sistema daba cada vez mayores frutos, se industrializaba España, aumentaba el nivel de vida, el cerco extranjero se aflojaba y Franco salía victorioso de toda las pruebas?
“Los grandes resentidos –sigue diciendo Marañón—suelen ser hombres bien dotados; aunque de inteligencia no excesiva, tiene el talento necesario para todo menos para darse cuenta de que su fracaso es sólo imputable a ellos. Si alguna vez alcanzan a ser fuertes estalla ardientemente la venganza, disfrazada hasta entonces de resignación. Por ello son tan temibles los hombres débiles –y resentidos—cuando el azar les coloca en el poder, como tantas veces ocurre en las revoluciones. He aquí también la razón de que acudan a la confusión revolucionaria tantos resentidos y jueguen, en su desarrollo, importante papel”. ¿Qué otro lazo que no fuera el del resentimiento podría haber unido a estos hombres que hoy vemos marchar del brazo con los comunistas llamándose ellos a sí mismos demócratas cristianos o liberales? Y el rencor del resentido se agrava aún más contra el que se mostró con ellos abierto y generoso. Este fue el gran pecado de Franco. Su régimen estuvo abierto sin discriminación a todo el que quisiera ingresar en él. Se ha dicho procuró incluso que en cada uno de sus gobiernos hubiera por lo menos dos republicanos y dos idiotas. Hubo probablemente algunos más. De todos estos a los que n o se preguntó pasado para dejarles ocupar cualquier cargo dentro del Estado de Franco son los que a su muerte se han revuelto iracundos contra él. “Cuando se hace el bien a un resentido el bien hecho queda inscrito en la lista negra de su incordialidad… los poderosos deben saber que a su sombra crece inevitablemente, mil veces más peligroso que la envidia, el resentimiento de aquellos mismos que viven de su favor”.
“El resentimiento es incurable, concluye Marañón. Y si triunfa, el resentido, lejos de curarse, empeora. Porque el triunfo es, para él, como una consagración solemne de que estaba justificado su resentimiento y esta justificación aumenta la vieja actitud”.
La ambición de poder es la pasión preponderante de los hombres. Franco fue generoso. Abrió los brazos a todos los españoles. Sólo quitó a una minoría el disfrute de esa pasión. “La vida es una búsqueda del poder” exclama Emerson. Para Nietzsche la voluntad de poder es la fuerza motivadora básica de la naturaleza y la sociedad humanas. La lucha por el poder es el motor de la historia. La lucha de la paz universal constituye una verdadera utopía. No concibo, dijo Herder, la beatitud eterna sin una tarea que realizar ni un obstáculo que vencer. Lo terrible es que de ese afán de lucha propia de la naturaleza humana, al vencedor le satisface más el daño inferido a su rival que el bien que ha logrado procurarse.

Hay que reconocer, vistas las cosas con la perspectiva de hoy, que quizá el único intento de un sector de nuestra clase política por extraer todas las consecuencias de la guerra y crear con caracteres definitivos un Estado capaz de hacer frente a las fuerzas coaligadas de la masonería y el marxismo fue el proyecto de constitución de Arrese en el año 1956. En dicho proyecto constitucional no se hacía la menor alusión a la Monarquía como forma de Estado lo que motivó que por una vez se manifestaran perfectamente unidos en contra del proyecto los elementos monárquicos que aspiraban a la restauración inmediata en la persona de don Juan y el propio almirante Carrero que deseaba la Monarquía como remate de un Estado nuevo. Frente a esta oposición conjunta el proyecto Arrese fracasó. Aun en otro caso ¿hubiera podido asegurar la continuidad del Movimiento Nacional frente a la gran fuerza de la oposición monárquica a la que nadie hubiera podido inculpar entonces justificadamente que representaba pura y simplemente la inversión del resultado de la guerra y la entrega en bandeja de plata del triunfo a los vencidos? Todos mis argumentos en defensa de la necesidad de la identificación de los conceptos de Monarquía y Movimiento nacional se basaban precisamente en la tesis de que sólo con esa identificación el Movimiento Nacional podría persistir. Es decir, que el Movimiento nacional necesitaba a la Monarquía en su cúspide para ser capaz de hacer frente a las grandes presiones del exterior (liberal-masónica y marxista) que cada vez serían más fuertes con motivo de su victoria en la guerra mundial. Que necesitábamos una Monarquía era mi convicción arraigada entonces. Todo el problema radicaba en encontrar al representante de esa Monarquía que fuera capaz de comprender la profunda significación de nuestro 18 de julio y quisiera darle su adecuada continuidad. Hay que reconocer que esta duda sobre cuál pudiera ser esa persona adecuada la sentía Franco mucho más intensamente que cuantos le rodeaban. Pero Franco limitó su campo de elección a los herederos de Alfonso XIII. Él había servido con profunda lealtad a nuestro último monarca y ni por un momento admitió la posibilidad de un cambio de dinastía. Esa posibilidad, sin embargo, se le pudo ofrecer a España. Era evidente que nuestro país al término de la guerra era una página en blanco sobre la que se podía escribir lo que se quisiera. Se ha repetido innumerables veces la variedad de elementos que concurrieron en el 18 de julio. Entre ellos, los monárquicos fieles a la última dinastía caída en España en 1931 no estaban siquiera en mayoría. Franco pudo haber elegido libremente entre el programa falangista nacional-sindicalista, el de los tradicionalistas monárquicos por convicción, pero radicalmente opuestos al retorno de lo que ellos llamaban la rama usurpadora, una república presidencialista que hubiera en definitiva contentado a la gran parte del sector republicano o republicanizante que se sumó al 18 de julio cuando vio el desastre que había significado la República del 14 de abril. Entre todas esas opciones hubo una sobre la que se ha hablado poco pero que sin embargo estuvo en manos de Franco el haberla dado vida: la inversión del tratado de Utrech, el retorno a la dinastía Habsburgo en la persona del Archiduque Otto.
Soy consciente de que el hacer historia ficción o historia retrospectiva imaginando otros hechos que los realmente ocurrido carece de sentido. Pero no puedo por menos que recordar que el principal valedor de esa solución, demostrando con ello una vez más la claridad de su juicio, fue Alfredo Sánchez Bella. Si queremos imaginar la hipótesis de un Estado monárquico lo suficientemente fuerte para sumir la herencia de Franco y hacer frente a la ofensiva liberal-marxista mundial contra nosotros, difícilmente podríamos encontrar hoy otro rey mejor preparado, con mayores conocimientos de la política mundial, que el Archiduque.

En la conducta de don Juan pudo haber encontrado Franco, si verdaderamente lo hubiera deseado, sobrados argumentos para justificar el cambio de dinastía. Aparece hoy recogido en numerosos libros los intentos que llevaron a cabo para derrocar a Franco durante la guerra con apoyo inglés. Víctor Salmador relata con todo detalle en el capítulo II de su libro “Don Juan de Borbón” un intento de proclamar la Monarquía en Cataluña favoreciendo a continuación el desembarco de los ingleses en la bahía de Rosas. El agente de esas negociaciones era el Sr. Hillgarth, cónsul británico en Palma de Mallorca. El proyecto no se llevó a cabo porque, según el propio Salmador, máximo panegirista de don Juan, “lo mejor es enemigo de lo bueno” y se pensó que las Canarias eran un bocado más apetitoso para ofrecer a Inglaterra a cambio de su apoyo a la restauración monárquica. Anteriormente, en julio de 1936, según relato del diplomático López Oliván, un grupo de republicanos españoles habían propuesto entregar las canarias a Francia a cambio de su intervención en la guerra civil española. Fácil es de comprender el partido que hubiera podido sacar Franco de todas esas maquinaciones si verdaderamente hubiera querido desacreditar a la persona de don Juan. Pro eso es lo que Franco no deseaba en el fondo de su corazón. Por el contrario, el general Franco salgado nos relata cómo Franco no abandonó nunca la idea, aun mucho después del manifiesto de 1945, de atraer a don Juan a la órbita del Movimiento nacional. Sólo cuando don Juan se manifestó absolutamente intransigente en contra de esta aceptación fue cuando franco concibió la idea de hacer Rey a su hijo, idea que en los últimos años hay sobrados motivos para pensar que fue estimada por el propio Franco como un error, faltándole ya la energía suficiente para modificarla frente a la presión constante de sus más íntimos consejeros y hombres de su mayor confianza, como nos relata López Rodó en su libro “La larga marcha hacia la Monarquía”.
Queda por examinar si al margen de la constitución definitiva de nuestro Estado y su sucesión no hubiera podido Franco evitar la infiltración de todos los centros de cultura y pensamiento, Universidad, escuelas, prensa, radio y TV, etc. por hombres de las ideas vencidas en nuestra guerra. Es evidente que se pudo haber hecho mucho más en ese sentido que lo que se hizo. Pero no es menos claro que no se podía desde las cumbres del Estado impedir dictatorialmente la difusión de ciertas ideas, consideradas como respetables en el mundo entero sin oponerles otra idea más fuerte. Y ésta es la que Franco, en sus vacilaciones entre la Monarquía de Estoril, el falangismo, el tradicionalismo y otras corrientes no acertó a formular. Por eso se refugió en el aspecto material de la industrialización de España, elevación del nivel de vida de los españoles y mayor justicia en la distribución del producto nacional. Todo eso era para él más asequible que resolver el problema de la ideología. Al fin y al cabo Franco era un general y no un profesor de Universidad.
No hay que olvidar, por otra parte, que la intelectualidad se inclinó siempre en general a la izquierda. Ha bastado el hecho de dejar los centros de pensamiento libres para quien quisiera ocuparlos para que fueran precisamente los izquierdólogos los que acudieron a ellos en tropel. Este es un problema que desborda la coyuntura española. Es un problema mundial. Y tampoco en este extremo se encontró asistido Franco por una clase política que comprendiese que la gravedad de este problema excedía con mucho a las pequeñas diferencias que pudieran existir entre las que se llamaron “familias del Régimen”.
Por el contrario éstas se combatieron entre sí con verdadero encarnizamiento y con olvido absoluto de cuál era el verdadero enemigo común. Baste recordar la campaña de prensa que desencadenó Fraga en el caso Matesa, creyendo haber encontrado en él la ocasión propicia de aniquilar al grupo rival de sus compañeros de Gabinete. Y cuando éstos salieron en definitiva victoriosos de la prueba, merced a la decisión de Franco, disgustado por la inoportunidad de aquella campaña, formaron su famoso grupo monocolor prescindiendo totalmente de la colaboración de aquel otro grupo en el que había, sin embargo, personas valiosas a las que, en la perspectiva de hoy, hay que atribuir una más clara visión de futuro que al grupo empecinado en la “operación salmón”.
Cierto que la inversión total del resultado de la guerra con la entrega total de la victoria a los vencidos del año 39, todo ello por obra y gracia de la voluntad del Rey don Juan Carlos, era algo absolutamente imprevisible. Cuando Franco creyó haberlo dejado todo atado y bien atado tenía razón desde un punto de vista estrictamente jurídico. Creyó en el valor de las palabras, de las leyes y de los juramentos. Olvidó lo que dijo el Príncipe de Saboya cuando Carlos VI quiso asegurar los derechos de su hija María Teresa mediante un tratado: “Sería poner albarda sobre albarda –dijo el Príncipe–, que siempre será mejor un ejército que el mejor de los tratados”. Todo estaba atado y bien atado… pero sólo con balduque y papel de oficio. Franco construyó un Estado de Derecho pero no el aparato para poder defenderlo. Y menos que nada pudo prever que después de haber jurado el futuro Rey lealtad a Franco y a los Principio fundamentales del Movimiento tomase él mismo la iniciativa de violar esos Principios y barrenar el régimen que la había hecho Rey. Tal caso de perjurio tuvo que estar totalmente ausente de la mente de Franco.
Cuando se acusó a Alfonso XIII de haber faltado a su juramento a la Constitución al aceptar el golpe de Estado de Primo de Rivera estaba claro que no hacía otra cosa sino inclinarse ante un hecho consumado e irremediable. Toda España aplaudió y se sumó al golpe. Sin embargo en un artículo fecha de 1 de febrero de 1972, publicado en ABC, Antonio Garrigues justifica su republicanismo de 1931 por el hecho de que el Rey había faltado a su juramento. “Lo esencial de la Monarquía –escribió Antonio Garrigues—es la confianza en el Rey; un Rey no puede faltar a su palabra. Por algo se dice, palabra de Rey. Si mañana, añadió, Juan Carlos faltara a su juramento de respetar los Principios Fundamentales del Movimiento, rompería también su vinculación política con Juan Carlos”.
Juan Carlos ha faltado a su juramento. De un modo mucho más abierto, tajante y sin excusas como Alfonso XIII. Pero la reacción de Garrigues ha sido muy curiosa. Desdiciéndose de sus afirmaciones anteriores ha escrito otro artículo en la misma plana de ABC transcribiendo párrafos de Maquiavelo según los cuales un Rey no tiene que sentirse nunca obligado por una palabra.
Todo esto es sólo quizás una prueba más de la total pérdida de valores en nuestro tiempo. El Rey ha dado la consigna y un gran sector de nuestra clase dirigente se ha precipitado a seguirle sin el menor pudor. “Si no hay Dios todo está permitido” dice uno de los personajes de Dostoievski.
Dos conclusiones se imponen. Primera, para los que mantuvimos siempre que la Monarquía era el mejor sistema de gobierno de los pueblos, la adición de un capítulo que prevea el caso del Rey perjuro y traidor. Se impone una reelaboración de la doctrina manteniendo todos los postulados monárquicos pero previendo el caso indicado. La Monarquía es una doctrina completa. No se limita a pedir la colocación de un Rey en vez de un Presidente en la cúspide del Estado. No es lo mismo ser monárquico que ser amigo del Rey, se escribió muchas veces en “La Época”. La doctrina monárquica exige una Monarquía para los pueblos, no la entrega de los pueblos a la Monarquía. Cuando el Rey falla y decide actuar en oposición a los principios del sistema monárquico no se es monárquico por seguir manteniendo la adhesión al Rey. Al Rey la vida y la hacienda se deben dar mas no el honor, que es patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios, dijo nuestro verso clásico. Si el Rey incurre en deshonor nuestro honor no nos obliga a seguirle.
Ante lo sucedido, algunos episodios de nuestra pasada historia del siglo XIX vuelven con insistencia a nuestra mente. Uno de ellos el discurso de Prim en las Cortes durante la sesión del 28 de febrero de 1869. Después de referirse a los varios casos que registra la Historia de reyes arrojados de sus tronos y vueltos a conquistarlos, afirmó que en opinión tan unánime manifestada contra Isabel II fundaba su convicción profunda de que la dinastía caída no volvería jamás, jamás, jamás.
Anteriormente se había negado a los requerimientos que le fueron hechos de que se proclamara dictador. “Hoy dijo, sé que tengo al Ejército en la mano. Pero si llegara a Presidente de la República ese Ejército no sólo no me respetaría sino que a la vuelta de dos años se sublevaría contra mí. Muchos que hoy me obedecen y me son leales, al ver que un general podía llegar a Presidente de la república dejarían de serme leales y se convertirían en mis competidores. Yo conozco a los hombres”.
Y en otra ocasión añadió: “¡Restaurar en el trono a don Alfonso de Borbón! ¡Qué delirio! No tengo que pararme a demostrar esa imposibilidad pues tengo la convicción más profunda de que no ya la Cámara constituyente, no ya el gobierno provisional, sino España entera, con cortas excepciones, dice lo que yo: restaurar la Monarquía caída, imposible, imposible, imposible!”.
Sin embargo pronto se vio que una cosa era unir a los españoles contra cualquier poder y otra unirlos para el establecimiento de otro. El propio Prim no ve clara solución positiva. La república la rechaza terminantemente, rotundamente, casi espectacularmente. Él sabe muy bien lo que la República puede significar. Por lo menos la desmembración de España. Queda la posibilidad de un rey de otra dinastía. Afanosamente le busca Prim por toda Europa. El resultado es conocido.
“Prefiero ser un Monck que un Cromwell. Mientras yo viva no habrá República”. Las vacilaciones de Prim son patéticas, prueban la grandeza de su espíritu. La claridad con que perciba los aspectos negativos de cualquier solución. La República es la desmembración de España. Bien se demostró cuando fue proclamada poco después. El poder personal de un hombre se desgasta pronto. Bien se demostró también en España en 1923 con el general Primo de Rivera y hemos de rendirnos hoy de admiración ante le prodigio que ha significado la permanencia de Franco durante 40 años. No basta que durante ellos haya dado la nación un paso gigante por la vía del progreso. La suma de resentimientos despertados por su ascensión destruirá pronto lo conseguido.
Parecía que sólo la construcción completa y acabada en un sistema monárquico, que no se agotara en la colocación de un Rey en la cúspide del Estado, podía dar solución al problema. Ni el mando de uno ni la entrega a las pasiones volubles de la plebe: ambas cosas son construir sobre arena. ¡Desgraciado del hombre que se fía de las aclamaciones que pueda la masa tributarle en un momento! Fernando VII recibió el nombre del Deseado. Su retorno a España fue aclamado con fervor. Con el mismo fervor que acompañó a Isabel II durante casi todos los años de su reinado sin perjuicio de que a su caída se escribiera en las paredes: “Cayó para siempre la raza espúrea de los Borbones en justo castigo a su perversidad”. Y fuera inútil que una y otra vez se borrara el infame letrero porque volvía invariablemente a aparecer como expresión del sentir unánime de un pueblo.
“El destino de la Casa de Borbón es fomentar la revolución y morir en sus manos” dijo Donoso Cortés. ¿Es un sino personal o es una muestra de su incapacidad para organizar convenientemente el Estado?
–oo–
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(Del libro “Memorias políticas. El suicidio de la monarquía y de la II República” (Eugenio Vegas Latapié, Planeta)

Los hechos son , salvo excepciones, un pueblo servil y cobarde.
Oro fino, verdaderamente. Nada sucede por casualidad.
De aquellos polvos… vienen estos lodos.
Después de leer y releer el documento, noto que mi habitual pesimismo sobre el futuro de España se ha vuelto más profundo.
Lo que hemos vivido en nuestra patria desde la Transición, me recuerda vivamente (mutatis mutandis entre lo que es del César y lo que es de Dios, en cada caso), el viacrucis por el que está pasando la Iglesia Católica desde la llegada de los «hermanos» Roncalli y Montini a lo más alto del escalafón eclesiástico.
¿Tienen soluciones amables estos «megaloentuertos»? Pues no lo sé, aunque me habría ilusionado decir lo contrario. Sin embargo, sí estoy convencido de que ni España ni la Iglesia Católica conseguirán finalizar positivamente sus respectivas «aventuras» sin ayudas de lo Alto.
EL DEMÉRITO traicionó primero al CAUDILLO, y después, a su propio padre.
¡Desde luego, era y e suna «alhaja»!
Quién no le conozca, que le compre…
Estimada seguidora: magnífico comentario. No se puede decir más en menos. Saludos cordiales
Creo que este testimonio, que pone de manifiesto el divorcio existente entre la imagen oficial que se ha suministrado de la Transición para engañar a la gente y tapar todo esto, y la realidad vista desde dentro de lo que en realidad estaba pasando. El sistema político actual es sobre todo la institucionalización de la mentira y del engaño como forma de Estado, o como dice el autor, construir sobre la arena.
Creo que es uno de los trabajos más importantes que se han publicado en esta página.
Deberían hacer reflexionar a militares como el pedante Puell de la Villa, el Almirante López Calderón, el Comandante General de Ceuta ese que felicita el ramadán al enemigo todos los años, o el General Dávila que ahora quiere arreglar lo que contribuyó él a asentar, y otros muchos incluidos los generales de VOX que están muy faltos de cosas básicas. Y por supuesto deberían hacer reflexionar a los medios de comunicación que tapan esta realidad y la sustituyen por el decorado de cartón elaborado ad hoc para consumo de la plebe. La Fiscalía se lo debería hacer ver también, y por supuesto los Obispos que desde que los enemigos de España y la Religión Cristiana tomaron el poder en España ya no han abierto la boca en nada para denunciar los grandes males que azotan a España, y si alguna vez la abren es para hacerle la pelota al Gobierno y a los que han traído la descristianización de España.
Estimado seguidor: mil gracias y, sin ánimo de tirarnos el pisto, opinamos que, efectivamente, puede que sea este uno de los documentos más significativos que hemos publicado, o, por lo menos a nosotros así nos lo parece por múltiples causas. Gracias otra vez, pero el mérito es de quien nos lo facilitó, de quien lo tecleó, pues estaba en papel, y sobre todo del autor, el marqués de Valdeiglesias. Saludos cordiales
Leerlo lleva tiempo… algo que habitualmente no sobra. Pero quiero pensar que muchos lectores de El Español Digital lo han encontrado porque, efectivamente, se trata de un documento esencial.
Es la lucha de un hombre honesto que quiere compaginar dos lealtades: A sus principios monárquicos que él considera el mejor sistema político para España y su lealtad al Caudillo convencido, no solamente de que ganó la guerra y luego La Paz, sino que también fue el artífice de esa instauración monárquica que era su ideal político.
Finalmente la felonía del padre y del hijo, de D. Juan y del hoy Rey Emérito, hizo imposible esa doble lealtad, y al final de su vida quiso dejar escritos sus sentimientos encontrados y la profunda decepción que le había producido la ingratitud de las Reales Personas con Franco, al que todo le debían.
Excelente ensayo. Me ha gustado muchísimo.Clarividencia total. El anglosajonismo siempre ha estado conspirando y tratando de destruir toda la obra de la Hispanidad. Este estudio me ha aclarado parte del enigma histórico de España, pero todavía hay muchas incógnitas sin aclarar. Felipe II ya dijo :” o domeñamos a Inglaterra o el futuro no será nuestro. O ellos o nosotros”. Un buen periódico es el que publica artículos como el presente. Me ha gustado tanto que hasta he tomado apuntes.
Estimada seguidora: pues mil gracia por lo que nos toca, que en realidad es nada, porque lo importante son los que como usted nos siguen, nos leen, dan a conocer lo que publicamos y, sobre todo, los autores propios (colaboradores) o circunstanciales que recogemos o que nos sugieren nuestros lectores. Mil gracias. Saludos cordiales
Buenas tardes.
Para quien, como curiosidad, le pueda interesar el escrito mecanografiado digitalizado, puede descargarlo de esta página: https://carlismo.es/wp-content/uploads/2013/06/Testamento-pol%C3%ADtico-del-Marqu%C3%A9s-de-Valdeiglesias.pdfhttps://carlismo.es/wp-content/uploads/2013/06/Testamento-pol%C3%ADtico-del-Marqu%C3%A9s-de-Valdeiglesias.pdf
Obra fundamental del Marqués de Valdeiglesias es «Así empezó…», de G. del Toro Editor, publicado en Madrid en 1974. El último capítulo es un resumen del Régimen de Franco memorable. También explica, con absoluta lucidez, cómo la persona de Franco aunaba la valentía y talento militares, con el coraje y la visión superior para adoptar decisiones políticas, características que no concurrían en Mola. Explica muy claramente el motivo por el que Franco fue el sucesor de Sanjurjo, tras la muerte de éste: «Porque Franco, que tantas veces, por cualquier pequeño detalle, aplazó la hora H., cuando al fin se lanzó lo hizo aceptando todas las consecuencias de su decisión y asumiendo todas las responsabilidades, fueran las que fueran, decidido a no retroceder ante nada. Trató de igual a igual con Alemania sin intimidarse, como no se arredró por el cierre del Estrecho a causa de la catástrofe de la Escuadra. Mola, en cambio, sólo estaba preparado para organizar la primera fase del golpe militar. El desarrollo que ha tomado nuestra contienda le ha aterrado. El tiene valor físico para desafiar las balas en el campo de batalla, o incluso las de un atentado personal, como hemos visto cuando se sentaba en los primeros días del movimiento en el café Suizo de la plaza del Castillo de Pamplona, o en terraza de un bar en el Espolón de Burgos para infundir ánimos a la gente, al alcance, no ya de un disparo de un revólver, sino de una puñalada. Pero no tiene valor para afrontar la responsabilidad política de dirigir una empresa de las dimensiones que está adquiriendo nuestra guerra. Le he visto verdaderamente empequeñecido y abrumado cuando he pretendido que se entendiera directamente con Alemania. Me ha mirado un momento con verdadero odio por mi insistencia, que le ha obligado a desnudarse espiritualmente ante mí».
Durante todo el libro alude a la guerra como una epopeya y, sin ninguna duda, lo fue. Y el capitán que la dirigió fue Franco. Sin él, no hubiera sido lo mismo, dudo que se llegara a ganar. Supo, simultáneamente, captar e infundir el valor trascendental de aquella lucha. Lo entendió como nadie, y lo plasmó como nadie. Era una inteligencia superior, con una cultura superior. Me río de los que le llaman inculto, pobrecitos.
El texto que transcribo es elocuente: Reunía en sí todas las grandes virtudes de los grandes jefes de la Historia de la humanidad, los que han guiado a sus pueblos en los momentos críticos, con valor, decisión, determinación y lucidez. Ahora es la hora de los enanos y mediocres. Pero con él no pudieron.
Sin embargo, en el tema del príncipe, hoy emérito, parece que incurrió en un error de perspectiva. Así parece desprenderse de estas palabras de Utrera Molina («Sin cambiar de bandera»): «En aquel momento no pude contenerme y aprovechando una pausa para no caer en la incorrección de interrumpirle le respondí que me iba a permitir, respetuosamente, poner en mis labios un juicio que me comprometía, pero que en conciencia no tenía más remedio que expresar. Le dije entonces que no creía en modo alguno que su sucesor -a quien acataba en función de la confianza que él le había otorgado siempre- estuviese sinceramente identificado con proyectos que pudieran representar la continuidad del régimen. Franco cambió súbitamente de expresión, abrió sus ojos desmesuradamente y con notorio enfado exclamó: “Eso no es cierto y es muy grave lo que me dice”.
Por primera vez en mi vida advertí que su mirada había dejado de ser cordial y me contemplaba fría y severamente. Confieso que enmudecí de improviso. Mi ánimo perdió tranquilidad y sosiego. Pasados unos segundos me recuperé y, ya más sereno, le dije que podía estar seguro de me propósito de evitarle cualquier disgusto, pero que la lealtad que le debía me obligaba a decirle la verdad, o al menos a referirle lo que yo moralmente estimaba como cierto, y que nunca me hubiese atrevido -añadí- a formular en su presencia un juicio que no pudiera probar o una opinión no debidamente reflexionada.
Se acentuó entonces un silencio que sentía no desprovisto de hostilidad, que empezaba a pesarme como una losa, un silencio que me dolía y que no sólo escuchaba. Comprendí -no sin amargura- que mis palabras le habían hecho daño. Aún recuerdo su mirada clavada en mí y aquel mutismo que él rompió finalmente con palabras muy significativas, llenas para mí, sin embargo, de cierta desilusionada lucidez. “Sé -me dijo con expresión de gravedad y haciendo breves pausas- que cuando yo muera todo será distinto, pero existen juramentos que obligan y principios que han de permanecer”. Le contesté que ojalá fuera así, pero que tenía, sin embargo, la certeza de que al producirse la sucesión España volvería a la monarquía liberal y parlamentaria, y que aquél era el deseo de su sucesor, que no compartía en modo alguno, aunque nada pudiera significar frente a tal actitud mi opinión o mi juicio.
Una vez más volvió a producirse un nuevo y tenso silencio que me resultó tan penoso como interminable, y tras unos segundos me pareció advertir que los ojos de Franco contemplaban pensativamente el vacío. Luego sus pupilas -que nunca tuvieron el peligroso brillo de un conductor iluminado, sino la tranquila y penetrante claridad del hombre sosegado y consciente- se clavaron en mí animándose de pronto, como si intentara expresar una firme esperanza, al tiempo que me decía: “Las instituciones cumplirán su misión. España no podría regresar a la fragmentación y la discordia”.
Insistí en que ése y no otro era mi mejor deseo, añadiendo que al hablarle de la forma que lo había hecho sólo había pretendido descargar mi conciencia y continuar siendo fiel a su jefatura sin dejar por ello de sentirme leal a mí mismo. Sólo entonces su expresión abandonó su aspereza y desagrado anterior, y con un tono indulgente me dijo: “De su buen sentido y su lealtad no he dudado nunca”.
Nadie puede dudar de su perspicacia e inteligencia. ¿Se equivocó con el príncipe? No lo creo, ni por un momento me represento que él no se lo representase todo tal y como ocurrió. Así lo prueba esta entrevista: https://www.abc.es/historia/abci-freno-franco-intenciones-eeuu-elegir-sucesor-tras-muerte-202006102308_noticia.html
Nada se le escapaba. Pero ahora, pensemos, por un momento, en la decisión que tenía que tomar: De la dinastía borbónica, todos los hermanos mayores de Juan eran inhábiles, por un motivo o por otro, incluida la muerte. La estupidez anglófila del propio Juan, lo incapacitaba. Alfonso de Borbón, al casarse con su nieta, frente a lo que muchos creyeron, también cerró la puerta. Otto de Hasburgo por supuesto que sería idóneo, al menos sobre el papel, ¿pero cuánto hubiera durado? Un suspiro, por ser lo que es y por lo que representa. La única posibilidad de alargar el bienestar ganado era el príncipe, aún consciente de los riesgos, ciertos, que existían, y que él no podía desconocer, no desconocía. Si lo pensamos bien, Franco no nos dio 40 años de paz y bienestar. Fueron 80. Cuestión distinta es que las sociedades, como los individuos, toman decisiones que conllevan consecuencias. De eso no se le puede responsabilizar a Franco. No tenía otra alternativa, dada la exclusión, «ab initio», del sistema republicano, un auténtico pandemonium.
El hizo todo lo que estaba en su mano para rescatar a España de su postración, sobre todo material. Pero no olvidó, antes al contrario, su misión trascendental. Buena prueba de ello es que sus enemigos, según llegaron al poder, la primera acción que acometieron fue destruir la enseñanza, y lo han conseguido en gran medida. Hoy, la «generación mejor preparada de la historia» -de la cual los jefes de nuestros partidos políticos son una muestra magnífica- tiene comprensión lectora nula, porque no leen, ni han leído, ni van a leer, más allá de libros de autoayuda, veganos o tonterías semejantes («qué guay es ser progre»).
Pero, además, atacaron la creencia cristiana de los españoles, ridiculizándola. Hoy muchos católicos se esconden y se avergüenzan de mostrar públicamente su fe. Hasta los curas ocultan sus sotanas detrás de unos vaqueros y una camisa, olvidando el mensaje trascendente que para la feligresía supone la visión de la sotana y las demás vestimentas religiosas. Pero les resulta anticuado, de otro tiempo…¡qué cortedad de miras!
Franco no pudo elegir, sencillamente.
La ingratitud de los españoles para con este hombre excepcional nos deshonra, y nos lastrará durante generaciones. Es una auténtica vergüenza. Y, lamentablemente, para mí, dolorosamente, grandes sectores del clero ayudaron en la tarea de destrucción. Ésa es otra traición de la que algún día habrá que hablar, porque es superior a la del emérito, al estar implicadas la salvación de la almas.
Por último, existen axiomas en la historia que se cumplen inexorablemente. Uno de ellos es que Roma no paga traidores. Así se comprende porqué los enemigos de España no perdonan al emérito, a pesar de los grandes servicios prestados: https://carlismo.es/ante-la-huida-de-espana-de-juan-carlos/
!Menudo comentario!, don Julio.
Muchas gracias, don Jesús.
Estimado seguidor: comentarios como el suyo nos dan ánimos para seguir, porque vemos que hay personas que nos leen que podrían muy bien, dirigirnos. Mil gracias y felicitaciones máximas. Saludos cordiales
Aclarar algo importante aparecido en uno de los comentarios sobre el General Mola, asesinado en Alcocero (Burgos) en un supuesto accidente de avioneta. D. Emilio era un hombre íntegro, de valores e ideas firmes, nada voluble y como previsor mandaba preparar sus desplazamientos en dos medios. El avión se estrelló y el coche en el que pudiera haberse desplazado, voló por los aires.
El General Mola fue el Director de la Sublevación y NO Franco que se «coló» por medio.
Mola que era mucho más inteligente de lo que se escribe, se dice y se piensa, concertó preparar la Sublevación con mi abuelo José Mª Caballero Aldasoro, marino de guerra de Vergara (Guipúzcoa), Ingeniero Industrial y Abogado, antiguo brazo de derecho e ideólogo de D. Miguel Primo de Rivera y planificador de su golpe de estado.
Caballero Aldasoro era una persona meticulosa, buen conocedor del Ejército español y estratega. Recibió la orden de Mola de organizar la Sublevación sin ni siquiera conocer quién se iba a sublevar ni cuándo.
Mi padre jugándose el tipo entregó la orden de Sublevación a Mola a las 13H00 del 19 de julio.
Habría que preguntarse a quién beneficiaría la muerte de Mola, que, repito, fue un asesinato. Descartada la República por la incapacidad mental de sus dirigentes, reflexionen.
Y por qué Franco eligió a Juan Carlos es obvio. Borbones masones, corruptos, traidores e incapaces.
Léanse el libro de Mauricio Carlavilla, policía franquista fallecido hace un montón de años, Borbones Masones.
Íñigo Caballero
Ingeniero Industrial Superior, Matemático y Máster en Prevención de Riesgos
Carlista desde que nací