Una autoridad preñada de Dios

Desde pequeños, se nos enseña a obedecer y tomar como ciertas las palabras de la autoridad, esto es, del poder que gobierna o ejerce el mando, de hecho, o de derecho, ya sean familiares, profesores o adultos en general. Esta conducta se extiende a lo largo de nuestra vida al tomar como adecuadas las recomendaciones de doctores o influyentes pensadores.

Cuando hablamos de la autoridad, nos estamos refiriendo a la facultad que tiene un jefe para mandar y ser obedecido. En este concepto podemos englobar implícitamente al poder, las responsabilidades y las obligaciones morales, dos conceptos que hoy desgraciadamente están olvidados y en desuso.

No tenemos más que observar la carencia de autoridad moral de nuestros mandamases para ver aflorar su falta de honestidad en el cumplimiento del deber, en la pulcritud de sus acciones y en la eficacia de sus labores.

Nuestros gobernantes ignoran que la fuerza de la autoridad reside en la moral y eso es un poder que se conquista o se obtiene no por votos, decretos o investiduras externas, ni mucho menos por imposiciones o castigos, sino por la coherencia que debe existir entre el decir y el hacer y entre el hacer y el ser.

En síntesis, la autoridad es el estatus que alguien posee por su trayectoria moral y por sus valores. Este rango se consigue siendo justo en las decisiones, adoptando una conducta honorable y realizando acciones orientadas al bien.

Ahora bien, cuando una Patria vive sin las responsabilidades y las obligaciones morales propias de sus autoridades, los súbditos sufren desdichas diferentes y surge la verdadera preocupación al estar descabezada la nación.

Querer vivir sin cabeza es propio de los que no pueden subsistir, porque al faltar el mando coordinado, el resto se convierte en masa anárquica, sin energía y vigor hacia una resultante común: la autodestrucción.

Los que quieren destruir la Patria no rompen primero la estructura política, social y moral, sino que destruyen la cabeza, el órgano de mando, a la autoridad, donde nace lo que vitaliza, agrupa y une el ser con la fuerza y la seguridad capaz de defender el conjunto integrante de la Patria. Saben perfectamente que, si la autoridad está corrompida, se descabeza la nación, y cuando falta la cabeza, el resto está desunido y sin fuerza, siendo acto para su demolición.

¡Qué importante es que los que sentimos en la libertad plena al bien, sentimiento que emana de Dios, nos agrupemos organizados en una férrea disciplina para constituir una cabeza! Disciplina, conjunta a todos en el cumplimiento del deber, en obligada obediencia y respeto al mando y a la observancia de las leyes.

Todos los que sentimos asco, tedio y hastío del rompimiento del ente vital de la Patria, somos los mismos que sentimos náuseas y repugnancia al estrabismo de tantos falsos pastores de la Iglesia Oficial y de tantos verdaderos opresores de la España Oficial, e igualmente nos dan arcadas quienes, amparados en esa oficialidad, permiten activa o pasivamente, la destrucción de la persona, de la familia, de la sociedad, de España y de todo aquello que es la Civilización Cristiana. ¿Y por qué esa aversión? Sencillamente, porque nos encontramos como huérfanos y desvalidos ante la tremenda situación de que pase a “no ser” el “ser” de la Patria.

Necesitamos, pues, una autoridad que venga y sea de Dios y que su desvelo sea escuchar, enaltecer y agrupar en una misma bandera, la verdad de los patriotas y la verdad de la Patria. Precisamos de una autoridad que sea ajena a obediencias extrañas, independiente de banderías y maniobras ocultas, que pretenden hacernos creer que la pandemia presente, el caos reinante y el espectáculo esperpéntico y zafio de una juventud envejecida prematuramente sin futuro y vacía, es la herencia oprobiosa y dictatorial del pasado. Hace falta una autoridad que limpie a España de podredumbre, de traidores, de perjuros, de sinvergüenzas, de deshonestos, de ladrones, de canallas, de ideas y seres destructivos que trastocan valores y conceptos, en vez de profundizarlos y perfeccionarlos en moldes de seres, que, sin dejar de ser oriundos de España, sean verdaderos españoles e hijos de España. Requerimos y exigimos una autoridad, que inmersa en la ley de Dios, derogue las leyes inicuas que despojan hasta el Derecho Natural, y promulguen, acordes a las Tablas de la Ley, una Constitución confesionalmente católica.

La autoridad, finalmente, debe de estar al servicio de los demás, ser el último en acostarse y el primero en levantarse, parecer y ser como un altar de sacrificio donde se da todo entero sin recibir nada a cambio, porque su única satisfacción es ver el reino de Dios en su Patria y en cada uno de sus compatriotas. Esa es la Voluntad de Dios en sus criaturas y quienes obran contra ella usurpan la autoridad.

La autoridad no es en absoluto el hombre encargado de mandar. La autoridad es la sabiduría de Dios en el hombre, es decir que el hombre es portador de ella, representándola de tal forma que la haga suya, una vez que sabe y valora que él la ostenta por expresa voluntad de Dios. La autoridad, por tanto, no es la designación votada por los partidos, ya que el ciudadano ni los conoce y, si los conoce, los conoce a través de una propaganda que es función del capital que la respalda. Es como vender una pasta de dientes. No, eso no es autoridad. En el mejor de los casos es la falsa “autoridad” soberana del pueblo. Porque eso es, hablando claro, una imposición plena a los votantes y los abstencionistas, que han de sufrir que tan nefasto sistema promulgue una legislación impuesta al antojo de los votados.  Y por si esto fuera poco, los impuestos se disparan hasta límites insospechados, al crearse, para los hijos del sistema, unos “puestos de trabajo” reiterativos e improductivos.

Llegado a esta tesitura, los demócratas preguntarán: ¿Cómo elegir entonces al hombre que ha de gobernar? Hay que encontrarle, no en las listas prefabricadas sino en el signo de la sencillez al mejor de los hombre, que sea ejemplo de vida y de entrega, sin afiliación partidista política  obligado a un sistema, sino a la verdad de su ser de hombre, y al que los demás hombres captarán, respetarán y querrán, porque será capaz de ser cribando en el cedazo que da honradez y fiabilidad de recoger los frutos de sus  mejores ideas, y despreciar las que se  caen por su  veneno, envidia y  deshonor, y así  poner freno a las malformaciones nacidas del cohecho y la corrupción de los malos sistemas. De esa selección saldrá el hombre, que así cribado por la gran criba de la Magistratura de la Nación indivisible que es España, será el elegido para proyectar su mandato en la autoridad, recibida y emanada de la voluntad de Dios, con arreglo al bien común de todos los que formamos la gran familia que debe ser España, y en la que gobernará con justicia en el Gobierno Nacional, Provincial y Municipal, con respeto y libertad al bien, para todos y cada uno de los españoles. Autoridad que es reflejo de la buena Madre, que es la Patria española, que a todos quiere, respeta y protege, porque de todos se preocupa y porque, y que esto quede bien claro, nuestra Patria no es una empresa o agrupación de intereses, sino que es la gran familia regida por la autoridad al servicio el bien común. El deber de la autoridad  es constituir un todo coherente, engrandecerlo, organizarlo y disciplinarlo bajo las verdades supremas y trascendentales del Ser,  luchando  sin desmayo y sin pausas para lograr el destino común de esa gran familia que es la Patria, y en donde no tienen cabida las demagogias, las necedades, las envidias, las canalladas, todas ellas levadura de muerte, que buscan solo la destrucción, y en donde se apoyan los enemigos de la Patria y de la Civilización Cristiana, dadora de vida, paz, amor, respeto y bienestar material y de Buena Nueva, buena porque no la hay mejor y nueva, porque es eterna.


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