Violencia de género contra la autoridad

La mal llamada «violencia de género», así como la también mal denominada «violencia doméstica», esas dos falacias modernas, nuevas herramientas de ese orden mundial que cada día nos sepulta más y más, tienen un mismo denominador común: la criminalización del hombre por ser hombre y la victimización de la mujer por ser mujer. De un tiempo a esta parte, con el auge de ese feminismo desorejado que tiene muy poco o nada de femenino y sí mucho de simple y brutal sectarismo, los hombres, por ser hombres, han pasado a ser el objetivo, la pieza a cobrar contra la que todo vale.

La cosa ha llegado a tanto, que gracias a los profesionales de la política y de la demagogia, las leyes que sobre tal materia se han aprobado criminalizan directamente al hombre por ser hombre hasta límites increíbles. Mientras que a la mujer siempre se la considera inocente, al hombre se le da por culpable. Mientras que la mujer no tiene nada que demostrar, el hombre tiene que luchar por su inocencia. ¿Dónde quedó aquello de la igualdad ante la ley, de que todo el mundo es inocente hasta que se demuestre lo contrario o de que nadie puede ser discriminado por ninguna razón, entre otras por su sexo? Pues como muchas otras en este régimen, en este sistema opresivo, totalitario, dictatorial de verdad que sufrimos, en nada; o peor aún, en que los hombres son siempre los malos y las mujeres las buenas.

En el terreno de la violencia denominada doméstica, aquella que se ejerce en el hogar, en el domicilio, nos llevamos una inmensa sorpresa. Según los datos publicados por el Instituto Nacional de Estadística referidos a 2016, que son los últimos conocidos, en tal año se dictaron 5.616 condenas firmes por tal clase de violencia, por las cuales resultaron condenadas 2.291 mujeres y 3.325 hombres; o sea, el 40,8 por ciento fueron mujeres violentas, mujeres que maltrataron a los suyos en el domicilio, fueran esposos, parejas, padres o hijos. Es decir, que prácticamente son igualmente violentas las mujeres que los hombres en el domicilio. ¿Y fuera de él? ¿Es que la inclinación a la violencia cambia?

Varios son los fines que se persiguen premeditadamente, porque la cosa no es casual, con la «violencia de género» y también con la «doméstica». Enumerar todos llevaría varios tomos. Para nosotros es evidente que uno de los principales, si no el más importante, es el de ahondar en la destrucción de la familia como núcleo vital y esencial de la sociedad, y para ello, nada mejor que la ofensiva contra los hombres por ser hombres, para con ellos destruir la prevalencia del «pater familias», la jerarquía, la cabeza, el mando, la dirección, en una muy importante palabra: la autoridad. Tal ofensiva va directamente contra toda autoridad, que es lo que más se ha perdido y dañado desde y en todos los niveles y estamentos de nuestra sociedad desde hace cuatro décadas. En los últimos cuarenta años hemos visto la destrucción hasta la raíz del concepto de autoridad y, con él, el de obediencia, disciplina y orden.

El profesor dejó de ser autoridad, pasó a ser el amigo y uno más y, ahora, acosado una vez que perdió –y se le quitó y se dejó quitar– su autoridad. Dentro del funcionariado el ministro, el director general y el jefe de negociado se degradaron para mostrarse «más cercanos» y ahora son contestados por todos, hasta por el bedel. Las sentencias judiciales a duras penas se ejecutan porque los jueces han perdido autoridad, y si se logra es porque se consiguen una o dos sentencias más de «ejecución de la sentencia anterior». En el mundo laboral el director de la fábrica, el de la sucursal, el del taller, aún siendo propietario, tiene que andarse con sumo cuidado porque siempre vuela sobre ellos la sombra del «sindicalista», sobre todo liberado, que todo lo escruta y pone en tela de juicio, sobre todo la autoridad de ellos para mandar. En la sanidad no hay médico que no haya sufrido una demanda por negligencia de parte de picapleitos sin escrúpulos que nada saben de medicina, porque no le reconocen autoridad profesional ninguna. Hasta en las Fuerzas Armadas y en las de orden público la disciplina, pilar secular de su eficacia, está reducida a la mínima expresión de la figura y cogida por los pelos porque cualquier subordinado, sea del nivel que sea, en seguida pone el grito en el cielo y cuestiona hasta la orden más normal de su superior por su autoridad está más que en tela de juicio.

En la familia, destruida la autoridad del hombre, se destruye de inmediato a su inseparable e insustituible binomio que es la autoridad de la madre, con lo cual se desmorona, como ha pasado, esa coordinación, armonía, mutua colaboración y apoyo, ese caminar juntos en una misma dirección conduciéndose siempre en beneficio de la prole por encima de los propios intereses y potenciales egoísmos, que es la esencia del éxito y del triunfo de la familia de verdad y por ello de los hijos en el futuro; de lo contrario, como se ha hecho, se asesta a la familia y por ella a la sociedad un golpe especialmente dañino.

Se habla de violencia de género cuando además las muertes, siempre tristes y penosas, de mujeres, como las de hombres, son mínimas dentro de la estadística general de las debidas a crímenes de toda clase. Se machaca una y mil veces con dichos sucesos como si la causa fuera que tales mujeres murieron por ser mujeres, cuando es totalmente falso, porque vistas las sentencias fueron asesinadas por celos, por despecho, por envidia, por intereses económicos y otras causas, pero nunca, nunca por ser mujeres. Luego no hay violencia de género, sino violencia a secas. Más aún, cuando algún hombre ha sido asesinado por su pareja o esposa, además de pasar sobre el hecho de puntillas, no se le ha concedido en ningún lugar el marchamo de «violencia de género»; para qué decir cuando esa violencia ha sido entre sodomitas, entonces ya el plumero a la «violencia de género» se le ve de forma que no lo puede ocultar.

La violencia es siempre violencia, a secas. La violencia es delincuencia, crimen, robo, etcétera, etcétera, la ejerza un hombre o una mujer o, cada vez más, un menor de edad, niño o niña, y la sufra quien la sufra. La violencia no tiene adjetivo, no la hay de género ni doméstica, hay violencia, nada más. El que comete un acto violento, máxime con resultado de muerte, es un criminal sin adjetivo.

En todo caso, la única violencia «de género» a la que se podría calificar como tal es la que lleva a cabo el sociópata, el sádico, es decir, el degenerado, el serial killer, que tortura y/o mata mujeres por el placer que experimenta con ello por ser mujeres, ahí sí y sólo ahí lo hace por ser mujeres; así como el que lo hace con hombres sólo por ser hombres, que también los ha habido y hay. Porque sólo en tales casos la única razón de su violencia es el género de su víctima; lo que se confirma aún más por las pautas y procedimientos constantes que emplea. Fuera de tales penosos casos no hay violencia «de género», hay violencia, crimen, delincuencia.

Por todo ello, el tinglado de la «violencia de género», el del victimismo femenino y el de la criminalización masculina se desmorona, y bajo sus escombros asoman los cimientos, los pilares sobre los que se ha montado tamaña falacia: destruir al hombre por ser hombre para destruir con ello, aún más si cabe, la autoridad, la familia, el orden, la disciplina, en definitiva a nuestra civilización.


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