A por la victoria final.

Tiempos de desolación. Tiempos en los que ganarse el lugar que Nuestro Señor nos tiene preparado a cada uno es más fácil, aunque no lo parezca; así lo vio también aquel jovencísimo cristero, José Sánchez del Río «Hay que ganarse el cielo que ahora está baratito»; y murió mártir.

Muchos se preguntan qué hacer ante la devastación espiritual y moral que sufrimos. Es una pregunta con la que suelen terminar muchas de las reuniones e incluso conferencias de aquellos que coinciden con tal análisis. Todos acaban haciendo esa misma pregunta y… no suelen hallar respuesta. Incluso se llega a dudar de que haya una solución.

Tiempos recios. Tiempos de ilusión, porque son de prueba de verdad, y por ello de combate, de demostrar si tenemos o no fe al menos «como un grano de mostaza».

Tiempos de desolación. Tiempos en los que ganarse el lugar que Nuestro Señor nos tiene preparado a cada uno es más fácil, aunque no lo parezca; así lo vio también aquel jovencísimo cristero, José Sánchez del Río «Hay que ganarse el cielo que ahora está baratito»; y murió mártir.

Tiempos de persecución. ¿Pero qué se nos prometió? ¿La vida muelle, el éxito? No, la persecución. Que si aquello hacían con el leño verde, qué no harían con el seco que somos nosotros. ¿De qué nos sorprendemos? ¿Por qué nos quejamos? Ni somos los primeros, ni seremos los últimos.

Tiempos de tristeza. «Estad alegres cuando os persigan por Mi causa». Tristes aquellos a los que, debiendo, no les persiguen por Su causa; aviso a navegantes. Nosotros, alegría en el alma, en la mente y en el corazón. Pero ojo, no esa sonrisa estereotipada, artificial, bobalicona, que suele mostrar nuestra jerarquía, clérigos y tantos «fieles» cuando salen en las fotos. Nuestro Señor nunca se rió de esa forma, siempre se mostró serio, porque sabía la importancia de lo que ocurría y la sangre que iba a costar –y eso no es para reírse–; como Chesterton, creemos que se guardó siempre para sí la alegría de saber lo que estaba haciendo.

¿Cuál es la situación? Sufrimos un maremoto de iniquidad, de rebeldía, una ofensiva brutal, como si fuera la definitiva, contra Dios y la Iglesia preparada desde hace mucho con una paciencia, minuciosidad e inteligencia sólo propias de Satanás; que, todo hay que decirlo, es un magnífico profesional de lo suyo, posee amplísima experiencia, constancia, audacia y tiene una gran voluntad de vencer. Nosotros, aunque tenemos experiencia, nos falta lo demás, sobre todo la voluntad de vencer. Sólo la ofensiva es resolutiva, y nosotros nos hemos decantado por la defensiva, cuya consecuencia es la desmoralización y la derrota.

Pero carecemos de fuerzas, de medios.  Los enemigos de Dios y de la Iglesia tienen muchísimos: puestos de poder, grandes potenciales económicos, la inmensa mayoría de los medios de comunicación a su favor y mucho más; bien, no importa, nosotros tenemos la razón, y aún más, tenemos a Cristo que nunca nos abandona, y debemos tener fe, fe y fe.

¿Entonces? La clave está en la fe, fe y fe. Aunque no lo parezca, o no nos lo creamos, el problema en nuestras filas sigue siendo la falta de fe de verdad, de una fe radical, ciega, absoluta. ¿Cuál fue la queja constante de Nuestro Señor? «¿Todavía no tenéis fe?». ¿Cuál la vía por la que tantos obtuvieron tantas cosas? La fe: «Tu fe te ha salvado»; «Tu fe te ha curado»; «Nunca he visto tanta fe en Israel»; «Hágase según vuestra fe».

¿Quiénes son y dónde están nuestros enemigos? Los hay fuera, conocidos desde hace siglos y no tan peligrosos como parecen. Y los hay, sobre todo hoy, dentro, que abundan y son los peores, los más peligrosos. Los de afuera son los ateos, agnósticos, herejes y descreídos; el luteranismo, el marxismo, liberalismo, modernismo, relativismo, indiferentismo, el islamismo. Los de dentro son esa parte de la jerarquía, del clero y de los fieles que, renegando de nuestra Santa Fe, se han dejado infectar por los de afuera. Son los que practican un catolicismo a la carta; los que dicen profesar la fe, pero viven de espaldas a ella; los tolerantes con lo contrario a las seculares y tradicionales enseñanzas de la Iglesia; los buenistas, «amables» y timoratos; los que despojan a la misericordia de su binomio inseparable que es la justicia; los que sólo hablan del amor y no de los mandamientos; los que ponen una vela a Dios y otra al Diablo; los que pretenden obedecer a dos señores; los que van a Misa y luego votan y militan en partidos que apoyan e impulsan leyes divorcistas, abortistas, eutanasistas, sodomíticas, etc.; los lobos con piel de cordero; los falsos profetas; los hipócritas; los que van a las procesiones y luego callan ante las profanaciones y las blasfemias; los jóvenes que inundan las JMJ y luego se sumergen en lo mundano hasta el próximo sarao; los que viven en pareja hasta el día antes de casarse por la Iglesia; los que obedecen antes a los hombres –y la jerarquía y los clérigos lo son– que a Dios; los tibios, de los cuales fue de los únicos que Nuestro Señor renegó hasta el punto de afirmar que los vomitará.

Herejes. Como siempre son todos aquellos que abierta o solapadamente, en mayor o menor grado, se desvían lo más mínimo de la Sagrada Escritura, de la Tradición y del secular Magisterio de la Iglesia. Los herejes siempre surgieron de dentro, «aunque no eran de los nuestros». Igual ocurre ahora, la diferencia es que siempre o se marcharon o se les echó, mientras que hoy ni están dispuestos a irse, ni se está dispuesto a echarles, ni siquiera se les combate con la vehemencia con que siempre se hizo y se debe. A la manzana podrida se la arroja fuera del cesto, no se «dialoga» con ella. Hay que velar por las sanas, que ya es bastante.

Diálogo. El diálogo a secas, tal y como hoy se prodiga, y más aún el «interreligioso», es un absurdo y pura traición; es diálogo de sordos, de besugos y deriva en discusiones bizantinas, o sea, en pérdida de tiempo. Ese diálogo humilla a Dios hasta rebajarlo a la nada, como nada son las otras «creencias»; porque religión sólo hay una, la católica, a lo demás llámeseles como se quiera pero nunca religión. El resultado del «diálogo» es propagar la confusión entre los fieles, de ella el indiferentismo y por él la apostasía; nos desarma ante el enemigo anestesiándonos.

Ecumenismo. Igual de absurdo y la misma traición. Los herejes deben tomar el camino del hijo pródigo, que es arrepentirse y volver a la casa del padre, cuya puerta está siempre abierta pero con dicha condición. Tanto para con los descreídos de todo tipo, como para con los pobres herejes, sigue en vigor el mandato taxativo de Nuestro Señor que es «Id y predicad el Evangelio»; no id y dialogar, ni siquiera convertirlos, menos aún «rezar juntos por la paz» –porque ellos no rezan–, etcétera. No, tan sólo predicarles el Evangelio; que ya es. Lo demás no es asunto nuestro. Su conversión depende de la gracia divina y de la docilidad de cada uno de ellos para con esa gracia.

Conversión. Sublime tesoro. Es lo que con insistencia, como la viuda al mal juez, debemos pedir cada día a Dios. Porque conversión es sinónimo de salvación; porque es lo único que Nuestro Señor predicó hasta el hartazgo; porque es lo que Él quiere de nosotros; porque sólo con ella somos capaces de afrontar la bonanza y la adversidad, aquélla sin sucumbir a la soberbia y ésta sin caer en la desesperación.

Vayamos entonces al cisma. «¡Apártate de mí Satanás!» No por nuestra parte, nunca nosotros, eso es lo que quieren ellos, que nos vayamos. Eso nos destruiría definitivamente, porque fuera de la Iglesia no hay salvación; aunque la Iglesia esté en ruinas. Que se vayan ellos, que hagan el cisma ellos, nunca nosotros. Nosotros tenemos la razón, no ellos. Nunca nos rindamos. El que resiste gana. Lo que hay que hacer es que, si no se van, echarlos.

Predicar el Evangelio. Es que hoy no se predica el Evangelio en su totalidad, tal y como es. Se tergiversa, se adultera, se adelgaza. El Evangelio es muy duro, es la puerta estrecha y el camino empinado. Lo que Nuestro Señor dijo, que es la Verdad, por ser verdad es dura, duele, nos golpea; sólo la mentira es dulce. Él quiere que renunciemos a nosotros mismos y eso cuesta. Vino a traer la guerra y a quemar el mundo ¿por qué nos asustamos de que esté ardiendo? La inmensa mayoría de la jerarquía y de los clérigos sólo hablan del amor, que no está mal, pero estamos hartos de oír predicar ese amor en abstracto que llega a parecer virtual, etéreo, intangible y casi inexistente; nunca lo definen. Muy pocos nos predican que «El que me ama cumple mis mandamientos»; los diez y los cinco de la Iglesia. Eso es el amor. Luego, menos hablar del amor y más de los mandamientos. Pero claro, clamar «a tiempo y a destiempo, con ocasión y sin ella» contra los tremendos incumplimientos de los mandamientos que hoy se cometen en todos los aspectos y a todos los niveles les haría desagradables, incómodos y entonces les perseguirían de verdad… y hasta ahí podríamos llegar. Porque no se les persigue realmente; unos cuantos exabruptos en la prensa y alguna denuncia baladí no es persecución.

Pero el Papa es el Papa y los obispos son los obispos. Pecadores somos todos y pecadores arrepentidos quiere el Señor. Atención al mandato «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres»; y todos ellos son hombres y, por ello, sujetos a tentaciones y a errores; menos el Papa si hablase ex cátedra. No seamos papistas o clericales; máxime en estos tiempos de confusión. Seamos ante todo fieles a Jesucristo; y leales a nuestra jerarquía y clérigos siempre y cuando lo sea a Él. Conozcamos a fondo y en profundidad nuestra Santa Fe de la mano de los santos y de aquellos clérigos y laicos de demostrada doctrina y virtud, que los hay y muchos. A los que desvarían debemos corregirles fraternalmente –es obligación y obra de caridad–, pero con la misma contundencia con que lo hizo Nuestro Señor con los escribas y fariseos.

Pero todo son reveses. No importa. La vida es lucha y combate, y siempre se sufren heridas, hay bajas, derrotas, nadie obtiene la victoria sin sufrir. Pero «Nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan; estamos apurados, pero no desesperados; acosados, pero no abandonados; nos derriban, pero no nos rematan». Muchos esperan y gimen por un milagro de proporciones cósmicas que todo lo solucione de golpe y que nada les cueste. Pues bien, no. Nuestro Señor ha querido que vivamos en esta época y en estas circunstancias, no en otras. Aceptemos Su voluntad ¡cuánto nos cuesta aceptar Su voluntad de verdad! Valor, ánimo, entusiasmo, inasequibles al desaliento, hagamos alarde de hombría, de virilidad, de constancia, de tesón, de espíritu de sacrificio; que no se diga. Y otra vez fe. El resto lo hará Él que nos prometió la victoria; pero ojo, la victoria final, no aquí en la Tierra. La victoria final de cada uno será o no será cuando lleguemos a Su presencia, momento en el que sabremos si hemos vencido o hemos sido derrotados.

Pero cunde el desaliento. Porque somos cobardes. No tenemos fe ni como «un grano de mostaza». Estamos mal acostumbrados. Venimos de una situación en la cual la Iglesia era Iglesia y la sociedad completamente distinta a la de ahora. El enemigo no había logrado tantos éxitos. No había nada que demostrar y porque no hay jefes que nos den el ejemplo de valor, fortaleza y arrojo debido. Pero no importa. Dejemos de mirar hacia atrás y miremos hacia adelante. Que cada cual cargue de verdad con su cruz de cada día. Dejemos ya de lloriquear y de quejarnos. Aprestémonos para el combate que sólo acaba de empezar, porque lo más duro de él está aún por venir. Prietas las filas. Pasemos a la ofensiva. A por ellos. Que es mejor caer en la lucha que vivir como cobardes. Que la victoria es de Dios y la otorga a los que pelean bien su combate dando la cara por Cristo.

¿Cómo? De dos formas, ambas al unísono y siempre con fe, fe y fe.

En lo propio, aborreciendo el pecado, sobre todo el mortal; asistiendo a la Santa Misa y rezando el Santo Rosario con devoción diariamente; confesándose al menos una vez al mes; visitando al Santísimo siempre que se pueda y mejor aún practicando la adoración nocturna o diurna; haciendo penitencia; conociendo nuestra Santa Fe a fondo y, esencial, una inmensa devoción a Nuestra Santísima Madre a quien Nuestro Señor ha entregado las llaves de su Sacratísimo Corazón y con ellas las de la salvación.

En lo demás:

  1. con nuestros pastores: exigiéndoles que den el máximo; siendo críticos con ellos; no cayendo en el lamentable clericalismo; corrigiéndoles en lo que haga falta «a tiempo y a destiempo, con oportunidad o sin ella»; verbalmente o por escrito; en privado o en público; sin cejar en el empeño y, por supuesto, colaborando en todo lo que se pueda siempre y cuando sea en la dirección correcta;
  2. con la sociedad en general –políticos, instituciones, partidos, medios de comunicación, entidades comerciales, etc.–: no dejando pasar ni una; rebatiendo a nuestros familiares, amigos y compañeros de trabajo; protestando verbalmente y por escrito con vehemencia ante las profanaciones, blasfemias y cualquier ataque contra Dios y la Iglesia –no bastan los actos de reparación, hay que rogar, sí, pero también con el mazo dar–; siendo combativos; no «negociando» nada; abandonando nuestra comodidad e indolencia; promoviendo y/o participando en cuantos actos públicos que den testimonio sea posible, y, por el contrario, no apoyando ni participando ni votando a sistemas políticos ni partidos que de cualquier forma, ni si quiera tangencialmente, respalden cualquier cosa que vaya en contra de las leyes de Dios y de la ley natural; incordiando sin desmayo; siendo rígidos; yendo a por ellos.

¿Entonces? ¿Qué dijo San Pablo cuando vio que sus días tocaban a su fin? «He mantenido la fe y he peleado bien mi combate». Su combate, no el de los demás, el suyo propio. Para él, desde su conversión, todo fue mantener la fe y pelear su combate. Por combatir sufrió naufragios, tormentas, juicios, castigos físicos, soledad, desnudez, hambre. Ninguno de los apóstoles vio el triunfo en la Tierra, ninguno alcanzó la victoria aquí, todos, menos San Juan, acabaron en el patíbulo tras terribles congojas y sufrimientos ¿y nosotros queremos ser distintos a ellos o incluso más? Mal va el que así piense. ¿Tiempos recios? Aquellos. ¿De qué nos quejamos? Fe, fe y fe; a por la vitoria final, a por nuestro lugar reservado en el Cielo, que ahora, en estos tiempos, está más cerca que en otros.

¿Debemos ser optimistas? Ni optimistas ni pesimistas. No pararse ni a pensarlo. Cada cual tiene bastante con su propio combate espiritual, así como con el que, dentro de las posibilidades, debe combatir hacia afuera, cada uno en lo mucho o poco que pueda o sepa. ¡Valor y ánimo! que la victoria final es nuestra; que nadie deje que se la arrebaten; que la gloria nos espera.

¿Algo más? Gritar desde lo más profundo de nuestro corazón ¡Viva Cristo Rey! y ¡Viva siempre España!

 


5 respuestas a «A por la victoria final.»

  1. Otro excelente artículo, enhorabuena. Sin embargo hay un par de puntos en los que disiento, o que quizás merecerían mayor precisión:

    «Sólo la ofensiva es resolutiva, y nosotros nos hemos decantado por la defensiva, cuya consecuencia es la desmoralización y la derrota.»

    Mas abajo habla en qué consiste el verdadero combate, que es radicalmente espiritual, y que la victoria no nos pertenece a nosotros sino a Cristo, o bien se podría decir que nos pertenece en cuanto que nos contamos como soldados del ejército de Cristo y somos miembros de su cuerpo místico.

    Digo esto porque sabemos, y es de fe, que la victoria definitiva vendrá precedida de una aparente derrota total, de forma parecida a la Crucifixión del Señor, una derrota aparente que en realidad fue una victoria total. Lo contrario es mesianismo judaico y judaizante.

    La derrota total es un hecho y ya lo estamos viendo, pero aquí en cuando viene el truco y es que no por ello debemos desanimarnos (el mismo Señor lo dice) a pesar de saber que seremos vencidos («se les dará poder para vencer a los santos»).

    Por tanto como hablamos de victorias y derrotas y hablamos de guerras entonces también hablamos de estrategia y táctica. También sabemos que la fe no se opone a la razón, y que nos dijo el Señor que seamos buenos pero no tontos ni imprudentes («sencillos como palomas astutos como serpientes»).

    Por ello la ofensiva como estrategia no tiene sentido ahora. También dice el Señor que cuando un rey va a ir a la guerra con otro estudia sus posibilidades y recursos antes de comenzar los combates.

    Otra cosa es la ofensiva como actitud en el combate personal o como recurso táctico en una pelea que para nosotros es a la defensiva y tratamos de mantener lo que tenemos (guardar la Tradición, recordemos las cartas a las iglesias en el Apocalipsis). En el combate hay contra-ataques y el que uno esté a la defensiva no quiere decir que no tenga una actitud ofensiva. Puedes estar a la defensiva pero con la espada rebanando pescuezos de orcos sin parar. No confundamos «estar a la defensiva» con una actitud pusilánime, acobardada o entregada, no es lo mismo.

    Y no podemos estar a la ofensiva estratégicamente hablando en este momento porque no tenemos ejército para ello, ni maquinaria de guerra, ni armamento, ni municiones de grueso calibre, ni recursos bélicos en general. Ni siquiera somos un ejército en formación de combate sino que somos hoy por hoy un pequeño número de supervivientes dispersados (pusillus grex).

    Ojo, que los conciliares quedan fuera del ejército de Cristo, ellos ya están entregados al enemigo lo sepan o no en su fuero interno, cosa que no sabemos y no nos incumbe juzgar, sino solamente los hechos objetivos, y el hecho objetivo es que los conciliares no tienen ya la fe católica y mediante la jerarquía están de hecho desactivados, desarmados por mas pataletas que puedan llegar a dar, que es lo único que son capaces de hacer, es decir al estar sometidos a una jerarquía apóstata están militarmente desactivados por completo. Fueron vencidos, o mas bien les entregaron al enemigo rindiendo la plaza y todavía no se han dado cuenta.

    Otra cosa es que los que estemos dispersos tratemos de unirnos para hacer mayor fuerza, sin olvidar que en este momento lo que mejor podemos hacer es guerra de guerrillas, sabotaje, agitación y propaganda. Si podemos reunir un número para dar golpes mayores entonces deberíamos de hacerlo. Personalmente soy escéptico porque de primera mano sé que entre los nuestros, en lo religioso y político (patriotismo), cada uno prefiere hacer la guerra por su cuenta, no nos queremos unir y muchas veces los comandantes de los pequeños grupúsculos son unos topos que reciben órdenes del enemigo a pesar de las apariencias y, en cualquier caso prefieren ser cabeza de ratón antes que cola de león.

    Esto no quita que deberíamos seguir intentando la unión, por ejemplo para la formación de un grupo político católico y patriota fuerte que tenga por bandera los principios básicos y elementales que nos unen, y de hecho no necesitamos mas en este momento. Y sin embargo acudamos a todos estos cabezas de ratón a ver qué es lo que nos responden a semejante propuesta. En el mejor de los casos saben que el estado primero los amenazaría, y segundo estarían dispuestos a asesinar (o a los parientes, los hijos… ) al que osara impulsar un partido de «extrema derecha» porque en democracia caben todos los extremismos salvo el de «extrema» derecha que ni siquiera es un extremismo, a no ser que se entienda que por no serlo está extremadamente alejado de los que sí están en los extremos.

    Por tanto un hombre solo o dos o tres no pueden enfrentarse solos a un gigantesco cuerpo de ejército en formación de batalla. Ahora nos toca resistir, con actitud y táctica ofensiva, pero la estrategia es defensiva, sobrevivir, mantener y transmitir lo que nos ha sido legado, que en absoluto es poco. Tratar de organizarnos mejor, y en la medida de lo posible entorpecer, sabotear y tender emboscadas con astucia pero tratando de salvar el pescuezo que ya somos demasiado pocos como para seguir afrontando mas bajas.

    Otra cosa será el momento de la persecución y combate final, cuando ya no tengamos mas remedio que ofrecer nuestras vidas en agradable holocausto a Dios nuestro Señor y por nuestro Señor Jesucristo. Pero eso todavía no ha llegado, estoy hablando ya de una situación extrema y violentamente crítica.

    Sin embargo hay algo que podemos hacer, y ya lo he dicho, y personalmente lo he intentado infructuosamente: tratar de arrebatarle al enemigo lo que se pueda de la verdadera España para que una vez mas, aunque sea al final de todas las cosas, volvamos a ser ese pueblo católico como ningún otro que hizo mas por la causa de Jesucristo que ningún otro jamás en la historia. Tener un digno final, si no vencer, si al menos resistir heroicamente. Hoy por hoy de lo que se trata es de «agitar» en ese sentido y de lo que se trata es de tratar de despertar conciencias para el combate final que se apresta. El combate hoy día consiste en eso. Afortunadamente los avances del enemigo también provocan que algunos despierten y se den cuenta del engaño. Utilicémoslo.

    Para terminar esto vuelvo a decir que una estrategia defensiva no tiene por qué ser desmoralizante ni derrotista. Tenemos que ser realistas. Eso sí, es la actitud que ha tomado la iglesia conciliar y me estoy refiriendo a los bienintencionados, dejaron de ser católicos sin darse cuenta precisamente por esa actitud entreguista pues el Concilio Vaticano II fue exactamente eso: una rendición y claudicación al enemigo con el que se pasó a colaborar abierta y activamente (y paralelamente y como consecuencia fue precisamente eso para España la trandición y el régimen del 78), y todavía de esto el pueblo católico conciliar ni se da cuenta ni se quiere dar cuenta (idem para los españoles, completamente embrutecidos ya hoy día y difícilmente recuperables, se han convertido en unos zombis sin solución), y seguramente muchos obispos bienintencionados estarán esa misma situación pero precisamente por ser tan torpes además de bienintencionados es que los nombraron obispos, es lo que llamamos el clero conciliar conservador (y atontado), claro que a otros obispos los nombraron por ser abiertamente progresistas.

    Viven, en definitiva, derrotados y entregados, como los indios norteamericanos encerrados en reservas por los anglos, desarmadosy dejando de ser guerreros para convertirse en unos haraganes borrachos con tal de que les permitiesen seguir vistiendo sus tocados de plumas y poder seguir bailando la danza del fuego al ritmo de los tambores según sus tradiciones ancestrales. Eso es la iglesia conciliar, como unos indios encerrados en sus reservas (Brave new world, Un mundo feliz, Aldous Huexley), que viven derrotados y acomplejados, sin una fe y una convicción fuerte, y eso no es católico.

    Y hablando de clero he aquí el otro comentario que quería hacer:

    «Nosotros tenemos la razón, no ellos. Nunca nos rindamos. El que resiste gana. Lo que hay que hacer es que, si no se van, echarlos.»

    No podemos echarlos, incluso jurídicamente no es posible. Lo que tenemos que hacer es guardarnos y cuidarnos de ellos y como usted dice tratar de colaborar con ellos en lo que se pueda, que es poca cosa y cada vez y menos, sabiendo que estamos en la difícil situación de que con toda probabilidad son legalmente jerarquía (¿legítimamente?) pero ya no tienen la fe auténtica e integralmente católica ni espiritual ni doctrinalmente, sino que profesan el pseudocatolicismo conciliar en este sentido. Esta es una mas de las situaciones difíciles o callejones sin salida a la que nos vemos abocados en esta situación.

    La solución pasaría por una regeneración desde dentro, una conversión sincera desde dentro pero, no nos engañemos, yo personalmente no veo dispuestos ni a los obispos ni al clero a abandonar su falso pseudocatolicismo conciliar, que no es la Religión Católica sino una religión adulterada.

    Esta es la iglesia conciliar la que Na.Sa. en la Salette dijo que eclipsaría a la Iglesia. Algunos interpretan (el sedevacantismo) esta afirmación como que la iglesia conciliar es un cuerpo extraño y ajeno y por tanto efectivamente se les podría echar ya que no son nada. Personalmente creo que esto no se puede afirmar «dogmáticamente» y que la situación desgraciadamente no es tan sencilla como eso. Lo de interpretar el eclipse literalmente como un cuerpo extraño es una opción, pero no es la única, no se puede «dogmatizar» con esto.

    En definitiva no, no podemos echarlos, ya quisiéramos que la cosa fuera tan fácil. Lo que si podemos hacer es echarlos de nuestra vida espiritual y nuestro espacio religioso. Ellos son unos apóstatas y unos herejes materialmente hablando y por tanto como nos dicen las Escrituras debemos cuidarnos y alejarnos de ellos en cuestiones de fe, tratando de hacer lo posible por recuperarlos para la Iglesia. Lo podemos hacer (alejarnos de ellos) porque tenemos la Tradición para asentar nuestra fe y nuestra vida espiritual en la misma, en cuanto a doctrina y magisterio. Y los sacramentos, a pesar de las dudas, preferir ver el vaso medio lleno cuando sea necesario, procurando no acudir a la protestantizada misa modernista si uno sabe lo que hay y lo que hacer, es decir si uno es un católico consciente.

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